Adiós, Habana

La golondrina de vuelta a su pasado
no encuentra el nido.
“Rincón de Haikus”, Mario Benedetti

Mateo miró la botella de Havana Club que llevaba en la bolsa plástica, subió la vista hacia el balcón y gritó: ¡¡¡¡Negroooooo!!!!! Su grito rebotó en el aire para caer como eco sordo sobre sus oídos. Repitió varias veces y nada. A punto de irse una señora asomó la cabeza desde el balcón.

⎯Señora, ¿Leo se encuentra?

⎯Él ya no vive aquí…

⎯¿Pudiera darme su nueva dirección?

⎯No me la sé.

Calle abajo, Mateo se pregunta cómo es posible que el negro se haya mudado del “pañal”, como le decían en los buenos tiempos al cuartico de Centro Habana donde nunca faltaron chicas para el negro y el resto del piquete, él incluido, que no es un conquistador en potencia. Cómo pudo irse y dejar tantas madrugadas clavadas como estampillas pornográficas en las paredes, dibujos que ahora quedaron flotando, sin sentido, sobre las cabezas de otros que ignoran las vibraciones de esas paredes.

La suave voz de Mónica cayendo como lluvia sobre sus hombros, goteando camino a la ingle, sacando chispas bajo la ropa. Hasta que ella, la dulce niña mala, la arisca bailarina, descolgara sus palabras en gestos, en caricias, y tomara por asalto su cuerpo liberando al prisionero que crecía entre mis piernas y deteniendo con gracia los gestos de ambos en el aire, como una ilusionista, dando el mejor de los shows para su único espectador interactivo: yo. Es decir Mateo, unos años más joven.

En la avenida le hizo señas a un taxi. En ese instante recordó el rostro de ella, diciéndole adiós desde la ventanilla de un destartalado coche de los años 50, para cinco segundos más tarde pedirle al chofer casi histérica: Detén el carro, por fa, détenlo, chofe… y salir corriendo a abrazarme por la espalda en un salto que casi me deja sin aliento. Mónica es una loca, pero una loca simpática, impredecible y fiel como una perra guardiana, endemoniadamente fiel hasta el día que me dijo: Este barco se hunde, my darling…

⎯¿A dónde quiere ir? ⎯pregunta el taxista.

Mateo pensó en la calle Jesús María, en la puerta pintada de verde olivo con una cabeza de león en la aldaba y un farol desvencijado, pensó en la sonrisa de Mónica entreabriendo la puerta, pero era demasiado temprano para aparecerse ahí con una botella de ron en la mano, ¿o era demasiado tarde?

Después de cinco años del día en que el barco del amor hizo aguas y fue culpa de él: Mea culpa, Monic, mea culpa por quererme más que lo que nos quería, o quién sabe, a lo mejor te quise demasiado cuando ya no sabía cómo era que se quería.

Como sea, temprano o tarde, no es el momento, pensó y se metió dentro del taxi. El chofer hizo un gesto para subir las ventanillas y poner el aire acondicionado, pero Mateo lo contuvo. Abrió sus pulmones al olor corrupto de las calles: a comida podrida y excrementos, a humo de autobuses, al aroma del café tostado clandestino; recordó las ansías de ir disfrutando de aire acondicionado en algún automóvil por estas mismas calles. Hace mucho de aquellos días que ahora intentaba enlazar como cuentas de un collar, pero las cuentas eran de barro y caían al suelo, se estrellaban, se volvían polvo, igual que los edificios, que los recuerdos, que la ciudad de su juventud.

Viajar alejándote de todo lo que eres hasta ese instante, aquello que no quieres perder, eso que es tu vida hasta ese momento, exiliarse como quien se corta las venas con un pasaporte visado. Eso que sangra es la ausencia de patria. Su suicidio emigrante se volvía a repetir con un bucle de abandonos. La ciudad de sus recuerdos no existía ya… Mateo miraba por la ventanilla como desaparecían árboles, edificios, costa. Como quedaba atrás un punto verde en una taza azul marino, un punto que antes fue el universo. Su universo, extinguido desde la ventanilla de un avión.

Se baja del taxi, le extiende un billete al taxista y le dice que se quede con el cambio, arrastra la maleta y entra al aeropuerto.

Mateo sabe que no volverá nunca más.


El cuento pertenece a un libro aún inédito de Lien Carrazana que publicaremos este año, cuando pase la pandemia.

Desde Suecia, Miguel Ángel Fraga, un superviviente de otro confinamiento mucho más duro, nos comparte algunas de sus reflexiones

FRAGMENTOS RECOMENDADOS PARA UN CONFINAMIENTO

No miré hacia atrás cuando cerraron el portón, para qué, si había llegado. De una cosa estaba seguro: mi vida, lo que quedaba de ella, había dado un giro de ciento ochenta grados. El problema no es la muerte sino creer que uno comienza a morirse. Durante el viaje tuve la sensación de este cambio. El epidemiólogo encargado de nuestros casos se había sentado junto al chofer del auto. Para culminar su trabajo nos iba a dejar en el confín de los apestados. (pág.19)

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El problema no es de los otros, es nuestro. Adaptarse significa aceptar o asimilar, al tiempo que participas como observador de la vida que transcurre. Durante el proceso de exploración, con los ojos abiertos y los oídos atentos, escucho las anécdotas y opiniones de los internos. “Estamos encerrados los aparentemente enfermos para proteger a la población aparentemente sana”, dice Sonsoles, con razón. Las conversaciones vienen a carenar en lo mismo: el sexo, la transmisión, el miedo. ¿Por qué uno es promiscuo? ¿Por qué estamos encerrados? ¿Por qué la sociedad nos teme? ¿Por qué debo dejar de tener sexo porque otros determinen que no puedo hacerlo? Aquí introduzco el tema de la responsabilidad, tanto social como individual. Hasta el momento ha sido nuestra: encerrados cuidamos a la población. “Nos educan para no transmitir el virus, nadie parece tener más responsabilidad que nosotros”, apunta Muñequero. “Pero resulta que las medidas que yo tomo para no transmitirlo son las mismas medidas que se deben tomar para no infectarse”, añade Canguro. Divina Concepción, el médico paciente, interviene con suspicacia: “Si diez millones de habitantes se protegieran responsablemente sería más efectivo que si sólo lo hacen ochocientas personas”.  (pág.63)

 

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La versión oficial dada en los medios es que en Cuba la epidemia sigue los mismos derroteros de otros países desarrollados (Estados Unidos o países europeos), los mismos patrones epidemiológicos. El Estado ha presentado hasta el momento a los seropositivos como homosexuales y prostitutas, obviando que una parte de los internos fueron soldados internacionalistas que cumplieron misiones en África o personas contagiadas por ellos. Tantos años alejados de sus familias, en territorios hostiles, en medio de conflictos armados y precariedades de todo tipo, reconstruían países ajenos mientras demolían, sin saberlo y poco a poco, los cimientos de su propio cuerpo. Incluso se conjetura que a lo mejor el sida había podido llegar a América por esta vía. Lo debatíamos: era una posibilidad, sobre todo si teníamos en cuenta que las primeras misiones databan de los años setenta. Pero de poco podía servirnos atar estos cabos, trazar estos mapas imaginarios en los que el virus se desplazaba, si al final, había llegado a nuestra sangre y, lo que era realmente más dramático, al final estábamos allí, encerrados, sin posibilidad de seguir trazando mapas, trayectorias. Anclados, la vida transcurría sin prisas. Evocábamos el mundo exterior mientras nos asfixiaba el aislamiento impuesto. Conversábamos, esperábamos. No sé si esperábamos volver a conversar o morir; en aquella circunstancia esas acciones eran intercambiables. Mientras, anotaba en mi diario. (pág. 68)

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La casa de Bernarda Alba. Muñequero y Cosecose insisten en llamar así nuestra vivienda. Han repartido los nombres de los personajes por analogías. Ratón, por ser el mayor de todos y el que se encarga de las labores domésticas, es Bernarda. Arístides, el más callado y que suele aislarse y se repugna con facilidad, es Martirio. Yo soy Angustias, pues siempre ando escribiendo cuentos pesimistas y morbosos. El modisto es Amelia; y Muñequero, más jovial, es Adela. Por las noches, cuando Muñequero corre las cortinas, tanto de la puerta de entrada como las de la puerta que da al patio, repite siempre el parlamento: “¡Nadie saldrá de esta casa! ¡Carbones ardientes en el sitio del pecado!” En la noche nos reunimos en la sala para ver la telenovela. Estamos todos, excepto Ratón, que no pierde oportunidad para hacer vida social en el vecindario. Tocan a la puerta, pero como las cortinas están corridas no podemos ver quién llama. Pensamos en alguien conocido que viene a hacernos la visita, y de paso, a que se le brinde alguna merienda. Cosecose desde su butacón grita: “¡Muertas, estamos muertas!” (pág. 226)

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