Mario Conde, el personaje emblemático de Leonardo Padura, aparece en un nuevo relato

Si eres de las personas que te gusta tener toda la información de un personaje de ficción, y en este caso eres admirador de Mario Conde, el ex policía sentimental y metido a librero de ocasión, tenemos una buena noticia para ti: la antología Regreso a la isla en negro. Nuevos relatos de crimen y enigma, se abre con un relato cuasi inédito (apareció en el diario español El Mundo en 2015) del mencionado personaje.

Siguiendo la estela de Conde, tenemos su nacimiento en la novela Pasado perfecto, 1991 (serie Mario Conde #1), seguida por Vientos de cuaresma, 1994 (serie Mario Conde #2), Máscaras, 1997 (serie Mario Conde #3), Paisaje de otoño, 1998 (Serie Mario Conde #4), Adiós Hemingway (serie Mario Conde #5), La neblina del ayer, 2005 (serie Mario Conde #6), La cola de la serpiente, 2011 (serie Mario Conde #7), Herejes, 2013 (serie Mario Conde #8; La transparencia del tiempo, 2018 (serie Mario Conde #9); y su última obra, actualmente presentada mundialmente, Personas decentes, 2022 (serie Mario Conde #10).

La buena noticia es que este mismo 2022, la antología Regreso a la isla en negro publicó el relato Cuestiones de familia, una breve aparición (o no tan breve, para ser un relato) de Conde en lo que parece ser un sencillo problema familiar.

Puedes encontrarlo, bajo pedido, en: https://huronazul.es/product/regreso-a-la-isla-en-negro-nuevas-historias-de-crimen-y-enigma/ y en tu librería favorita. Si lo quieres ver y tocar primero, las librerías Estudio en escarlata y Juan Rulfo FCE de Madrid lo tienen en sus estantes.

Cuba: la literatura de la desesperanza

Marcial Gala

Clarín.com Revista Ñ

22/04/2022

La literatura cubana contemporánea parece una fragata que flota en el mar de las imposibilidades, resiste o trata de resistir cuando tantas circunstancias, como olas que explotan contra el maderamen, obligan a sus creadores a preguntarse de continuo para qué. Y es que Cuba pocas veces ha atravesado una época tan desesperanzadora como ahora, pocas veces el proyecto nacional cubano fue tan mediocre, tan llamado al fracaso, nunca antes hemos estados tan desencontrados los cubanos. Un ejemplo son esos juicios que no tienen el mínimo amago de justicia y que hacen que el calificativo “kafkiano” haya quedado obsoleto. De cinco a veinte años de privación de libertad por salir con un cartel y gritar dos veces. “Si gritas tres veces te condenan a treinta”, piensa uno. Es vergonzoso ese estado de cosas y deja en el aire la pregunta ¿Cuál es el papel del escritor cubano luego de los sucesos del 11 de julio? Es una interrogante sin respuesta porque el papel del escritor es seguir creando como puede.

Justo ahora hay una pléyade de autores cubanos, tanto de dentro como de afuera del archipiélago, que intenta crear una literatura post castrismo, dejando atrás eso que quedó inconcluso, tambaleante y crujiente y que muchos llamaron la “literatura de la revolución”. Yo pienso que esa nueva literatura está marcada por dos fechas, una por la llegada del ultimo político que fue popular en Cuba, Barack Obama, que muchas veces pareció más presidente del país que los propios Raúl Castro y Díaz Canel, y otra por los sucesos del 11 de julio: la primera vez que el pueblo cubano vio en vivo y a todo color lo que les esperaba a aquellos que se atrevieran a darle la espalda al cacareado proyecto actual, cuyo principal lema es “somos continuidad”. “La orden de combate está dada”, había expresado con tono amenazador el presidente de Cuba y eso significó un estallido de violencia y de represión como nunca se había visto en la isla.

Después de ese 11 de julio algo cambió para la gente en Cuba, incluyendo a autores y artistas. Los juicios de condenas desproporcionadas, del todo ridículas por la falta de valor jurídico (condenas que recuerdan mucho incluso en la palabra empleada “sedición” al despotismo de la España colonial), vinieron a acentuar la sensación generalizada de desesperanza; por tanto, para mí la literatura que escriben ahora mismo los cubanos es una literatura de la desesperanza, del desencanto y la desilusión, y de intentar, aunque sea en la hoja en blanco, que Cuba deje de ser esa nación que cayó al otro lado del espejo con gobernantes que se portan como un engendro del sombrerero loco y la reina de naipes.

Mencionemos algunos nombres que me gustaría que asistieran a esta feria, hagamos una especie de equipos rojo y azul o sea de escritores de adentro y de afuera con la esperanza de que el lector argentino logre leerlos y con la aún más remota ilusión de que algunos de esos libros se encuentren en el, diezmado literariamente pero muy politizado, stand de Cuba y en el pequeño stand que un grupo de intelectuales cubanos residentes en Argentina abrirán durante la feria.

Empecemos por el equipo rojo, narradores , ensayistas y poetas de adentro, donde además de los insumergibles Leonardo Padura, Wendy Guerra y Pedro Juan Gutiérrez, debemos mencionar a la muy talentosa Ena Lucía Portela, Ángel Santisteban, Ahmed Echevarría, que pronto publicará una novela con la editorial Corregidor; Alberto Guerra, José Luis Serrano, Pedro de Jesús, Atilio Caballero, Elaine Vilar Madruga, Rafael Vílchez Proenza, Jámila Medina, Margarita Mateo Palmer, Carlos Esquivel y Alberto Garrandez, Alberto Abreu y Roberto Zurbano entre muchos. A la feria asistirá Julio Travieso cuya novela El polvo y el oro sorprendió a tantos en Cuba por su soberbia calidad.

En el equipo azul yo colocaría a Jorge Arcos, un poeta de primera que vive y trabaja en Bariloche, Antonio José Ponte, Legna Rodríguez, Dayneris Machado Vento, Carlos Manuel Álvarez, Armando Valdés Zamora, Abilio Estévez, Karla Suarez, Ronaldo Menéndez, Susette Cordero, Iván de la Nuez, Enrique del Risco, Rafael Rojas, Amir Valle y algunos más entre ellos a mi amigo Arturo González Dorado, fino novelista y ensayista domiciliado en Gran Bretaña.

Esta es una lista injusta como todas las listas, pero confío que los lectores puedan encontrar libros de estos autores y de otros en la feria y en las librerías.

 

INDIGESTIÓN, relato ilustrado de Luis Trápaga

Por Luis Trápaga, La Habana (junio 2021)

INDIGESTIÓN

Los frijoles blancos pueden tener un periodo de incubación más largo que el resto, por eso tal vez permanecen más tiempo asintomáticos, pero luego se los puede ablandar con más facilidad y en un periodo más corto. Si se ablandan lo suficiente pueden traspasar la barrera estomacal y llegar con mucha efectividad al sistema endocrino y de ahí la posibilidad de que pasen al cerebro es más probable y más efectiva, instalándose por un tiempo suficientemente prolongado como para lograr una reversión de las condiciones estomacales, digestivas, que han llevado a nuestra sociedad al estado actual de depauperación ideologicosexual y la psicodependencia genital, con posterior menoscabo de las funciones digestivas, y tratando, por todos los medios, que posibles síntomas secundarios no se extiendan a las extremidades causando reacciones impredecibles e indeseadas, con afectación del sistema psicomotor.

En 4 o 5 kilómetros se podría lograr un ablandamiento suficientemente bueno como para ser digeridos sin provocar daños cerebrales irreversibles. Eso sin despreciar la reputación del resto de las leguminosas.  Casos aislados no debían empañar el prestigio logrado durante años de entrega y sacrificio en nuestra lucha por el mejoramiento humano y la realización definitiva de la dignidad plena del hombre, y la mujer.  Ningún sistema digestivo, por fuerte y saludable que parezca a los ojos de los demás, debería consagrarse como modelo único, pues precisamente por su peculiaridad debe, excluirse como ejemplo en una sociedad cuyo anhelo más alto es la igualdad social y la dignificación de hombres y mujeres por igual.

Para un cocido satisfactorio, 4 km en 45 minutos, a velocidad promedio, a pie, 3 km desde El Vedado hasta Centro Habana, a razón de 1 minuto cada 100 metros, aproximadamente; para personas entre 19 y 50 años, a un ritmo pausado, sin ingestión de líquidos, si sobreviniera alguna nausea o fatiga, realizar respiraciones largas y profundas, inhalando en 6 y exhalando en 12, repitiendo este ciclo un total de 10 veces y ,en la décima, levantar las manos y palmear por encima de la cabeza imitando un aplauso repitiendo el mantra “YOMEKEOENEDGAO” por un periodo suficientemente prolongado para lograr una estabilidad mental con una incidencia posterior en la producción de frijoles.

Los frijoles negros y rojos tampoco poseen un privilegio especial sobre sistemas digestivos diferenciados. Cada frijol, cereal o legumbre, con figura jurídica natural, será libre de transitar por cualquier sistema digestivo. No habrá alimentos privilegiados que transiten por los mejores sistemas digestivos: cada sistema digestivo será de todos. Se deberá, además, llevar un riguroso control de los equipajes en el transporte aéreo y marítimo para evitar indigestión o uso indebido de recursos alimenticios. Cualquier equipaje que, a su paso por los controles aduaneros, se detecte segregando semen, pus o cualquier otro fluido corporal, será multado con 500 libras de frijoles de cualquier color por un periodo entre 6 meses y un año.

Las siguientes regulaciones, con el siguiente cuestionario adjunto, diseñado por el Ministerio de Salud Pública para situaciones excepcionales, deberá cumplimentarse por cada viajero previamente a su ingreso al territorio nacional.

  • Una pesquisa rigurosa sobre la capacidad del sistema digestivo nacional lo consideraría como algo valioso, necesario, útil en el contexto actual.
  • ¿Considera que el libertinaje alimenticio, llevado a sus máximas consecuencias, debería ser fiscalizado y penado por la Ley, dada su negativa incidencia en la salud de nuestro pueblo?
  • ¿Consideraría que la práctica de este libertinaje a la larga pudiera derivar en daño psíquico difícil de revertir?
  • ¿Ha participado en alguna orgia alimenticia?
  • ¿Piensa que en nuestro país existe una tendencia (por encima de la media mundial) hacia prácticas de exhibicionismo tales como la masturbación en público? Marque SÍ/NO. Si marca SÍ: ¿A qué cree Ud. que se debe?
  • ¿Tiene usted conocimiento de que se haya producido casos de masturbación femenina en público? Marque SÍ/NO. Si marca SÍ: ¿El hecho de que haya exclusión de las féminas en este tipo de acto lo consideraría motivado por algún tipo de discriminación hacia la mujer?
  • ¿Cree que la participación en orgías alimenticias menoscabaría el prestigio social, dados los valores en que se sustenta nuestro sistema alimenticio?
  • ¿Le molestaría que su pareja participara en alguna orgía alimenticia en solitario? ¿Podría, a la inversa, tolerarlo ella si lo hiciera usted?
  • ¿Ha contemplado a otras personas participando en orgías alimenticias de las que usted ha sido excluido?
  • ¿Se masturba mientras ingiere alimentos? Marque: CON FRECUENCIA /A VECES /NUNCA según sea su experiencia.
  • ¿Ha realizado usted alguna práctica pública de exhibicionismo alimenticio? Si NO lo ha hecho, favor señale:

               Lo considero dentro del ámbito privado

               Lo considero censurable

              Lo considero como una fantasía

  • El contacto con personas que realizan estas prácticas ¿tiene alguna influencia sobre su conducta alimenticia?
  • Aunque hubiera decidido evitar este tipo de prácticas, ¿considera que su vida alimenticia ha sido plena o tiene la sensación de haberse perdido algo valioso?
  • ¿Usted educaría a sus hijos libremente en la alimentación alternativa (entiéndase: flores de barro, semen, fluidos vaginales u otros), aunque fuera considerada impropia por la mayoría?
  • ¿Piensa que existe una relación entre la opinión política de las personas y su conducta alimenticia?

– Mire, oficial, aquí tenemos esta cámara que se le ocupó al ciudadano, luego de su paso por el control aduanal, por una queja de dolores estomacales. Al pasar por los rayos X tuvo que ser conducido al baño por los compañeros de controles aduaneros donde, después de padecer muchos dolores, defecó una cámara fotográfica.

– ¿Dice usted que defecó una cámara?

– Correcto. Al parecer la traía escondida en su sistema digestivo pero fue detectada por los compañeros de rayos X. Usted sabe la práctica esa que usan las mulas para transportar drogas.

– ¿Y qué alega el ciudadano?

– Dice que él no sabe nada, que la cámara no es suya y que nunca la había visto. Alega haber comido frijoles blancos antes de abordar su vuelo, pero no sabe nada acerca de haber ingerido una cámara. Incluso especula que pudo haber sido puesta en su sistema digestivo para perjudicarlo.

– Compañera, ¿qué tiene todo esto que ver con las regulaciones y las medidas que nos hemos visto obligados a tomar para salvaguardar nuestras conquistas en la batalla contra la pandemia, que es lo que nosotros tenemos que priorizar en estos momentos? ¿Ya este viajero pasó por el control del MINSAP? ¿Se le hicieron las pruebas?

– Afirmativo. De hecho se la acaban de hacer y dio negativo. Lo aislamos como sospechoso por este síntoma digestivo.

– Pero es un síntoma digestivo… no es un síntoma respiratorio .

– Sí, pero pensamos que pudiera estar asociado, nunca se sabe. Por eso lo mandé a llamar a usted. Al analizar las imágenes de la cámara nos resultaron sospechosas.

– ¿Y cuáles son esas imágenes?

– Mire, aquí se ve una serie de personas marchando con banderas. Algunas son banderas cubanas, pero de otras no hemos podido identificar la nacionalidad. Y aquí, en esta otra imagen, se ve algo como una especie de pintura con muchas bolitas azules alineadas que asemeja una escalera. Tiene un comentario al pie de la imagen que dice: “¿Con cuántos kilómetros de bolitas azules se puede satisfacer un sistema digestivo promedio no viciado por los males del imperialismo revolucionario?”

– ¿Y eso que quiere decir, compañera? ¡No existe un imperialismo revolucionario, o se es imperialista o se es revolucionario!

– Sí, Teniente, por eso lo mandé a llamar a usted, porque tenía dudas y no sabía bien qué hacer con este caso…

– Pues usted no debería haber tenido dudas de esa índole. Porque de lo contrario puede que no esté capacitada para las funciones que realiza. Eso es todo. ¿Hay alguna otra imagen sobre la que tenga dudas?

– Sí, Teniente. Aquí está esta otra imagen donde se ve un gallo ejerciendo el derecho al voto en una urna con el escudo nacional, como las que tenemos en nuestros colegios electorales. Si se fija, el gallo tiene un inusual abdomen, muy prominente, como si estuviera embarazado.

– ¿Y eso qué quiere decir, compañera? Los gallos no pueden embarazarse ni poner huevos… Las que ponen huevos son las gallinas…

– Sí, precisamente por eso me resultó sospechoso todo esto y lo llamé a usted.

– Pero… además, eso que usted me está mostrando no es la foto de un gallo… Parece un dibujo de un gallo. Le estoy diciendo que ningún gallo puede embarazarse. O sea, esa imagen no es real; es una imagen manipulada.

– Entonces, Teniente, podríamos procesar al ciudadano por divulgación de noticias falsas.

– Pues mire eso, que ya verá usted cómo encuentra una solución al caso consultando las regulaciones que hemos establecido en esta batalla contra la epidemia… Aunque todavía queda aclarar el asunto de la cámara que defecó el acusado. ¿Es que no tenemos antecedentes de ese tipo de delito en nuestra aduana? ¿Usted llamó anteriormente a la especialista en arte para analizar las imágenes?

– Sí la llamé, Teniente, pero me contestó que eso no era de su competencia y me remitió a los compañeros de la CI.

– Pues remítalo a los compañeros de la CI. Y si ellos no lo aceptan, dele de alta pero con medida cautelar.

– De acuerdo, Teniente. Pero mire, todavía queda esta frase aquí, al pie de la imagen del gallo… Es como una pregunta, pero no la entiendo bien porque está en inglés.

– ¿Y qué dice?

That´s fair thought to lie between bean’s crowd?

 

Coma con cuidado, peligro de seducción, son salvajes…

…Etiqueta para un libro de historias de amor y fastidio

Por Miguel Ángel Fraga (texto e imágenes) para Hurón Azul

Mayo 2021

Los cuentos de Haydée Sardiñas pueden olerse y saborearse. ¿Me creería si le dijera que tardé una semana para leer 140 páginas? Reservé tiempo para leer sin prisa. La lectura rápida es insípida y los excesos empalagan. Haga usted lo mismo. Descanse, dese tiempo para catar y hacer que las palabras transformadas en imágenes penetren por sus ojos hasta el paladar. Trague. Las fresas se disfrutan comiéndolas de una en una. No todas las fresas –ni los cuentos de este libro– tienen la misma forma y muchos menos, igual consistencia; hay fresas y cuentos oblatos, cónicos alargados, redondeados y esferoidales. Y lo peor, o mejor, quién sabe, es el inconveniente de los aquenios o pepitas que suelen quedarse entre los dientes cuando muerdes la fresa.

Los cuentos de Haydée, como fresas, se degustan uno a su vez. Muchos son dulces, pero también hay cuentos agridulces o intensamente amargos, irónicos, cínicos… y sensuales. Mientras leía asumía el aviso del principio como etiqueta del envase: coma con cuidado, peligro de seducción, son salvajes.

Sentado, en completa intimidad, bajo la luz de una lámpara que proyecta mi sombra, me detengo en la sugerente portada en blanco y negro, la imagen invertida de una mujer que muestra sus labios y sus dientes justo en el borde inferior de la caratula. Coloco el libro más abajo de mi cintura, sobre los muslos. La boca de la mujer parece respirar, se abre lentamente y yo… comienzo a leer.

Me azora y me gusta la voz masculina que habla a través de una mujer y me convence de la irrelevancia del límite entre lo femenino y lo masculino; los sentimientos se expresan de manera aleatoria sin discriminación. La pansexualidad como panacea desmitifica cualquier especificación de orientación sexual o estado físico del deseo. Lo erótico lo percibo en aquello que me atrae, aunque no sepa si me va a gustar ¿y cómo afirmar que algo no me gusta? Lo que me seduce, lo pruebo.

La primera fresa llega como una película de los años setenta, con Herbert, un periódico de Kansas City, Cora y un helado Nestlé. La descripción me ubica en una ciudad distorsionada, allende los mares, mas la realidad cuántica no tiene geografía. El subconsciente me advierte que esa ciudad innombrable puede ser la mía. Advierto con timidez La Habana al degustar la segunda fresa. La voz del narrador con “agilidad de ninja” me introduce en un mercado negro nada menos que en el cementerio chino. Y aunque los personajes se empeñen en nombrarse Dick, Lucy, Jane, Harold, Jenny… transito sobre el puente Almendares, me siento en uno de los bancos del parque de G, penetro en un cuchitril de Centro Habana y hasta paseo por el Malecón. ¿Cuál es la intención o propósito de esta presunta americanofilia que descentraliza y al mismo tiempo contextualiza los ambientes? La enajenación, la isla, la música que a uno le gusta escuchar, los libros que se leen a escondidas, las tendencias, el rock… ¿son acaso formas encubiertas para expresar limitaciones, represión o auto represión, tal vez el anhelo de vivir en otra parte? Los personajes están descomprometidos, son buscavidas e inconformes que deambulan lejos de la máxima socialista que reza “cada quién su capacidad, cada quien su trabajo”. En la resiliencia percibo “cada quien su posibilidad, cada quien su destino.”

En medio de esto, por oposición, aparecen “Negros pensamientos”, contradicción que deviene en lección de vida. ¡Cómo rechazamos el milagro y la buena fortuna cuando nos sugestionamos con prejuicios, miedos, carencias y autocompasión! ¿Quién puede sentirse desamparado caminando junto a un negro grande? Y en esta vorágine me acojono con los títulos que se entrelazan como aislados chubascos que mueren de ganas junto a una ventana rota –sin recortes del Paraíso.

Una fresa más. La historia de Marcia y la protagonista la siento gráfica, como un cortometraje. Hay sensualidad en la madurez, el deseo y la abulia. La esperanza de salvar lo que se va muriendo… El narrador describe mi cotidianidad sin hablar de ella.

Me gusta como escribes, le dije a Haydée. Tu lenguaje es directo, sin pedantería literaria ni citas en francés. Me gustan los cuentos que se leen sin pausa y se tragan como fresas. Disfruto cuando no soy apabullado por la erudición que trasciende mi tolerancia. Al nivel en el que me encuentro, me basta con apreciar la claridad del lenguaje y el oficio del escritor.

“Fresa Salvaje para siempre” es un libro que alteró mis sentidos. Me llenó de imágenes que aún permanecen en el subconsciente. Los olores que respiré alcanzaron registros desde el sensual perfume de mujer, su sudor, hasta lo nauseabundo de los contenedores de basura. Saboreé un helado y saboreé pastillitas azules, semen y cenizas. Los sonidos me embaucaron y el tacto me hizo una mala jugada. Comí y me manché de fresas. Al final caí en cuenta que todo buen escritor es un impostor. Dejo el libro sobre el velador. La lectura ha terminado, pero a ratos recibo flashes de alguna historia incómoda. Retomo el libro y lo abro en cualquier página, todo refiere a mi Habana y busco por el placer de hallar alguna botella del cementerio que contenga la esencia que me satisfaga. Encuentro plenitud, ilusiones infundadas, autoengaño, angustia, franqueza involuntaria. ¿Es este el sueño que quiero soñar? Cierro el libro y la mujer de la portada insiste en mostrar sus labios. Todo es asunto de percepción, mi percepción, lo que yo quiero sentir y ver: si una imagen en el papel o la boca de esa mujer.

 

Alina Sardiñas, la fotógrafa que ha estado mirando siempre

Por: Michel Hernández; mayo 15, 2021

CUBANEWS

Alina Sardiñas es un remolino. Sus pies golpean el piso como una baqueta, sus dedos siguen el compás de la música y su mirada se pierde entre las guitarras del escenario. Me le acerco para preguntarle sobre la cámara fotográfica que tiene sobre la mesa, al lado de dos cervezas Cristal. Le pido algunas fotos de la banda que tocaba aquel domingo en la Casa de la Amistad y comienza a hablar con una pasión desbordada sobre el rock and roll y la fotografía.

Mientras, suena “Satisfaction”, de los Rolling Stones. Ella se acerca a los pies del escenario y “congela” algunos momentos del concierto de La Vieja Escuela. Es domingo y la Casa de la Amistad es un oasis para los seguidores del rock and roll en La Habana, un oasis que ahora solo permanece en la memoria por una pandemia que se ha ensañado especialmente con la cultura, la música y los músicos.

Alina Sardiñas es una de las fotógrafas cubanas con trayectoria de alto relieve en las últimas décadas. A pesar de la probada calidad de su obra prefiere el silencio, las sombras y el alejamiento de los focos. Su fotografía contiene matices muy reconocibles. En su obra sobresale especialmente la sensibilidad, y la cara más noble de condición humana, aunque sus personajes se sometan a la cotidianidad más dura o respiren esos espacios límites a los que la ruleta de la vida nos lleva en ocasiones.

Para ella, tomar una foto es dotar a las personas de humanidad, de esperanza, de comprensión. Tiene un don muy característico para mirar al otro, para fijarse en esas expresiones que nos unen en nuestra condición humana y para someternos a un diálogo con nosotros mismos cuando vemos esas imágenes, en blanco y negro o a colores, sobre la cotidianidad en Cuba, es decir, sobre nuestro propio paso por la vida. Ya sea retratando a niños jugando pelota en los barrios marginales o a un señor muy mayor cargando sobre su espalda el peso que le permitirá ganar dinero o llevar algo de comida a su casa, Alina siempre es la misma. Una fotógrafa que sale a caminar con la cámara y la mochila al hombro, para reflejar el paso del tiempo, el trascurrir de las personas y la pulsión de un país del que también se hablará en un futuro por las imágenes de esta artista.

Durante los últimos años ha vivido entre La Habana y Madrid por diferentes contextos personales. Su hija adolescente estudia en Madrid y Alina quiere estar lo más cerca posible de ella para ver cómo avanza en sus estudios. La acompaña su esposo, un músico de rock and roll. En Madrid ha seguido indagando en los momentos íntimos de sus habitantes y en los espacios menos conocidos de la capital de España. Pero extraña. Y mucho. No puede estar tanto tiempo fuera de Cuba. Siente que necesita estar cerca de sus padres y seguir dando testimonio de una ciudad de la cual ya conoce la mayoría de sus entresijos.

Antes del encierro provocado por la COVID-19 finalizaba una serie sobre veteranos rockeros cubanos en su cotidianidad. Las fotos son impactantes. En ellas aparecen punks, seguidores del género, algunos fallecidos recientemente, así como mujeres que en un momento álgido dentro de la escena rockera fueron contagiadas de VIH y viven con la enfermedad, mientras ya otros murieron.

Le pregunto por ese conjunto de fotos al iniciar la entrevista. Pero Alina prefiere guardarlas para cuando tenga todo listo para una futura exposición post pandemia. Me propone luego otra conversación sobre este grupo de imágenes que ya considera uno de sus más grandes trabajos. Entre ellas me conmovió mucho la foto de Dyango, un rockero de la vieja escuela, a quien Alina retrató en su cuarto lleno de carteles de bandas y de recuerdos. “Dyango tiene más fotos de King Diamong que de cualquier otro grupo ahí”, me dice otra amiga a quien le enseñé la foto, violando un pacto secreto con Alina.

Acordamos conversar a su regreso de Madrid mientras reímos con los recuerdos de aquella tarde en Casa de La Amistad. “Entonces, periodista, cuando quieras comenzamos formalmente la entrevista”, me dice mientras me enseña vía Facebook alguna de esas fotos que hablan mejor de la hondura de su obra que cualquier reseña al uso. Empezamos pues.

¿Cuándo comenzaste en el ejercicio de la fotografía?

Todavía conservo la impresión que me causó la foto del niño con las dos botellas y las demás fotos que encontré en un libro de Henri Cartier-Bresson. A mis 18 años me enamoré de un fotógrafo argentino que trabajó en Cuba por un año haciendo fotos en la calle y luego vivimos juntos por mucho tiempo en México. Allí conocí de cerca a la flor y nata de la fotografía mexicana. Durante ese tiempo sólo me dediqué a estar enamorada y a añorar Cuba. Pero, claramente, fue mi primera escuela. Cuando regresé a La Habana eran los primeros años de los noventa, mi mamá me compró una cámara Zenit y me fui a la UPEC a aprender fotografía. Ya sabía que había un lugar al cual mirar y una manera de hacerlo.

¿Por qué elegiste ese modo de expresión artística?

Simplemente fluyó así, aunque no sé si es porque llevo mucho tiempo haciendo fotos que tengo la sensación de haber estado “mirando” siempre. También puedo responder que lo elegí porque no sé pintar. En mi adolescencia usé mucho el tiempo de la escuela para irme a caminar por La Habana Vieja, me encantaba pasar las mañanas por ahí, meterme en La Moderna Poesía y hojear los libros de pintura que vendían. Los que más me gustaban eran los de los impresionistas franceses. Eran preciosos, Cézanne, Édouard Manet, Gauguin…Y ahora que te cuento esto me doy cuenta que ya no voy a La Moderna Poesía, pero sigo haciendo lo mismo: caminar por ahí, ahora con una cámara.

Cuba en los noventa. Foto: Alina Sardiñas.

En tu obra hay un interés marcado en darle relieve a las dimensiones más humanas de las personas en su cotidianidad ¿Recuerdas el momento que te llevó a asumir ese perfil en tu trabajo?

Creo que cuando elegimos un camino, sobre todo el que te lleva al reino de la creación, el punto de partida es casi siempre desconocido, no digo que así sea para todos, algunos suertudos son capaces de desgranar sus sedimentos. Ahora bien, yo empecé a hacer fotos en los años noventa, en aquel rostro desencajado, en un país en carne viva. Cada día era el asombro de ver nuestra propia miseria y a la vez un sentir de humanidad, de solidaridad hacia el otro porque todos estábamos juntos en caída libre. Creo que si tenía una cámara era imposible mirar hacia otro lado que no fuera el ser humano.

«La Familia». Foto: Alina Sardiñas.

¿Has pensado cuáles son las características que definen a la fotografía cubana respecto al trabajo de fotógrafos de otros países?

El trabajo está condicionado por el contexto y las diferencias y similitudes; supongo que tienen que ver con las estéticas individuales. Cada cultura tiene su propia mirada, aunque pienso que la fotografía en Cuba mantiene un fuerte sentido de identidad cultural y social.

«Las telas». Foto: Alina Sardiñas.

¿Qué te interesa más en la fotografía como método de expresión artística?

La fotografía te permite expresarte a través del otro o de lo otro y también te hace portavoz. Otra cosa es la nostalgia, está completamente ligada a ella, son uña y carne. Roland Barthes apunta en su libro La cámara lúcida que “lo que la fotografía reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sola vez: La fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente”.

«Serpiente de luz». Foto: Alina Sardiñas.

¿Hay alguna imagen que hayas tomado que te haya marcado especialmente?

Me gusta mucho esta pregunta. Algunas de mis fotos me acompañan, están en mi cabeza. Por ejemplo “Ella” es una foto que pienso mucho, casi todos los días, los rostros de esos niños de verdad me acompañan. También puede ser que la marca te la deje no la foto sino el momento en el que la foto fue tomada, como “Serpiente de Luz” . Yo amo esa foto, el momento de mi vida en que fue tomada y el lugar de ese destello.

«Ella». Foto: Alina Sardiñas.

Fotógrafos internacionales dicen que La Habana es una de las ciudades más interesantes para fotografiar en el mundo. ¿Crees que esa opinión puede estar determinada por estereotipos o clichés?

Me gustaría decirte que creo que no existe algo que sea “lo más en el mundo” pero sería una traición a las luces y sombras de La Habana, a los rostros risueños, sensuales o amargados, a los niños que sobrevuelan el Malecón, a la textura de la ciudad, a su impudicia, a esa que también nos hace sufrir, por cierto, no a los fotógrafos internacionales. Este país, además, tiene algo muy cómodo para los fotógrafos y es que la gente se deja fotografiar.

«Dos retratos». Foto: Alina Sardiñas.

A pesar de tener una carrera notable te has mantenido en cierta forma en los márgenes del circuito fotográfico más conocido ¿Fue una decisión personal o se debió a otro tipo de circunstancias?

Sí, en primer lugar es una decisión propia que no sólo tiene que ver con el hecho de ser muy tímida a la hora de desplegar mi obra ante un montón de personas, o hablar ante una cámara, peripecias necesarias cuando quieres que te miren. Me gusta mi vida sencilla y la libertad de enrollarme la cámara en la muñeca y salir a la calle a hacer mis series, las que yo quiera, ubicarlas dónde yo quiera, si quiero. Yo soy una fotógrafa callejera, social, que atraviesa lo marginal y de alguna manera quiero también mantenerme en esa marginalidad. Al principio empecé a publicar en medios nacionales y algunas fotos entonces fueron mal vistas o, mejor dicho, no fueron ni vistas, porque directamente me dijeron que “esas no” y ahí comprendí que “no gracias”, mejor en libertad.

Trabajas en un proyecto fotográfico relacionado con el rock cubano ¿En qué se basa ese proyecto?

Son fotos hechas a frikis de mi generación, retratos de ellos en sus cuartos, hoy con cincuenta años siguen viviendo ese sueño. Lamentablemente la pandemia ralentizó el proyecto pero ya tengo unas cuantas imágenes entrañables. Es un homenaje a su libertad y resistencia. Quiero hacer una exposición y llevarla además a una buena publicación. Es un trabajo para ellos.

¿Cuáles son las dificultades o ventajas a las que se enfrenta un fotógrafo en Cuba?

La fotografía es cara y, además, los fotógrafos la encarecemos más porque somos cautivos de lo nuevo que sale al mercado. Esto es una dificultad pues lo que percibes por tu trabajo no es suficiente. Desde la perspectiva de un fotorreportero hay mucha polarización en los medios y eso es complicado a la hora de elegir dónde publicas.

Para una fotografía que se quiere exponer pues está la pared de los espacios secuestrados por la “piña”. Conseguir materiales, sobre todo para la fotografía analógica, siempre ha sido una dificultad pero no un impedimento para seguir trabajando y, con ayuda de la inventiva, lograr bellos resultados. Esto es una gran virtud de los fotógrafos en Cuba.

Foto: Alina Sardiñas.

¿Qué rama de la fotografía te interesa más?

La fotografía documental.

¿Cómo imaginas el futuro de la fotografía en Cuba?

No puedo responder esta pregunta pero sí decirte que me gustaría que hubieran más espacios lejos de las instituciones, que si alguien quiere mostrar lo que hace no tenga que esperar a que un funcionario le abra las puertas de una galería o se las cierre de un portazo. Ser artista no es una profesión, es una condición. Cuba sería un lugar menos hostil si los artistas pudieran fluir.

¿Crees que las necesidades económicas han influido en que los fotógrafos hayan dejado a un lado la creación artística para hacer otro tipo de trabajos más comerciales dentro de esa disciplina?

Por supuesto, justamente por las necesidades que tenemos ahora mismo, por la situación. También creo que haciendo un poco de equilibrio se puede lidiar con las dos cosas, hacer lo que te da de comer y lo que te mata de hambre pero, igual, estoy siendo superficial. Cada uno tiene su parcela de realidad y ahí, pues bueno, se hace lo que se puede.

Lee el artículo original en ONCUBA: https://oncubanews.com/cultura/artes-visuales/alina-sardinas-la-fotografa-que-ha-estado-mirando-siempre/

 

Cojas amistades, relato inédito del libro Cumpleaños de Madonna, de Jorge Carpio

Cojas amistades

De Jorge Carpio

Ilustrador: Luis Trápaga

       Para Yallier; y para Frank in memoriam; cojos amigos.

El tribunal provincial sentencia al cojo J a cuatro años de privación de libertad por el delito de “atentar contra los poderes del Estado”. ¿Cómo se le ocurre blasfemar de esa manera? El alegato también asegura que la irresponsabilidad del acusado ha puesto en peligro al país. El enemigo siempre está al acecho, aboga el juez, que en nombre de los miembros del tribunal todo felicita al cojo C y demás autoridades presentes. Los llama compañeros ejemplares, dignos de una medalla por haber hecho la denuncia en el momento preciso. Luego el fiscal en persona añade, en tono más didáctico que jurídico; y en eso coincide con el abogado defensor: consideran que ha sido un juicio ejemplarizante; que ese tipo de comportamiento no se puede tolerar: hay que salirle al paso con firmeza, en el lugar y momento adecuados.

Tras la conclusión del proceso, el auditorio se pone de pie y prorrumpe en un aplauso fervoroso. En repetidas ocasiones un líder autodesignado, -en este caso el cojo C-, proclama consignas patrióticas que son coreadas con igual exaltación por los demás asistentes. El momento lo amerita, así que los ánimos individuales enardecen el ánimo colectivo, y viceversa, y la ovación se prolonga durante unos minutos hasta que se va diluyendo poco a poco, y sólo queda flotando en el aire el murmullo viciado del público que se retira satisfecho. La certeza del juicio ha cumplido las expectativas trazadas, el beneplácito unánime de los asistentes lo demuestra con creces. Otra vez, una vez más, se alcanza una contundente victoria sobre el enemigo interno y externo.

Un par de ujieres colocan las esposas al cojo J. No lo miran a la cara ni hablan con él, está prohibido, pero hacen comentarios entre ellos. Uno dice que la suerte es que aquí, en clara alusión al sistema penitenciario nacional, no se utilizan las esposas de piernas como en el sistema americano, que él ha visto en la película del sábado. Los grilletes en las canillas hubieran sido un problema con este sujeto, aclara el ujier. Luego hace un gesto de desprecio con los labios y señala al cojo J. Menos mal, responde el otro, más concentrado en su tarea que atento al comentario de su compañero, y sigue dando tirones a las esposas oxidadas que coloca en las muñecas del detenido. Cuando el ujier tira, hacia arriba y hacia abajo con firmeza, el cojo J siente el latigazo metálico que sube desde las muñecas hasta los hombros, y en lo más profundo de su alma se caga una y mil veces en la mismísima madre que lo parió, y también en la del ujier. En más de una ocasión tiene deseos de gritar que lo suelten, le duelen las manos, las tiene hinchadas. Está a punto de romper en llanto, mira hacia todas partes en busca de un rostro compasivo, pero nadie se apiada de él. Aunque hace muecas de sufrimiento, tiene que aguantar como el macho que es, lo sabe, y se anima compungido.

Dos o tres pasos después el cojo J se detiene. Los ujieres también se detienen y lo miran asombrados. Rápidamente activan el sistema de alarma como dispone el reglamento. Recorren con la vista la sala en busca de algún alboroto, una componenda organizada para liberar a aquel reo peligroso. Pero no detectan ningún movimiento inusual, el público asistente sigue en retirada todavía eufórico por el dictamen del juicio. Durante años de servicios en esa audiencia, ni en ninguna otra del país, que ellos sepan, un condenado ha osado detenerse camino a prisión. Más bien, después del veredicto apresuran el paso como si quisieran ganar tiempo; parece que pensaran: de lo malo es mejor salir rápido. Lo antes dicho entra en una lógica particularísima del entorno tropical, filosofan a su manera los ujieres, que también hablan del voluntarismo innato de los insulares para el cautiverio. ¿Pero qué le sucede a ese desahucio, listo para aguardar años tras las rejas?, se preguntan ahora más sorprendidos que alertas, y siguen hablando. Durante el proceso los ujieres han estado indignados. Ningún mercenario merece clemencia, repiten a modo de consigna, no se puede admitir semejante actitud, hay que aplastar a esos gusanos como a cucarachas. Pero cuando se fijan bien en el cojo J comprenden la razón de la demora. Se hacen otra mirada y amenazan con reír de su falsa alarma, es imposible que alguien intente escapar; es sencillamente un desatino; y menos un cojo; a entender de ellos el sistema es infalible incluso para personas que disponen de ambas piernas.

Todo está en orden y los ujieres vuelven a la calma. No hay de que alarmarse, pero sujetan con firmeza al cojo J, temen que ese caso inusual, adefesio de persona, se desplome en medio de la sala y el éxito del juicio termine en un fiasco, otro escándalo más en las redes sociales. Deben mantener la imagen ante la opinión pública, es la orden recibida. Pero prometen, ahora más indignados, que en cuanto les echen el guante a los demás mercenarios, esos hijos de puta, los que aparecen a menudo por internet, la van a pasar peor que este maldito cojo. Éste está jodido y ya ha sido sentenciado, dice uno de los ujieres, y chasquea los labios como si se apiadara del acusado. El otro lo interrumpe con un ademán brusco, mira al cojo J, y con desaire en el tono de la voz habla de medias personas. ¿Cómo alguien imperfecto, -y aquí hace énfasis en la mente del detenido, también coja-, se arriesga a decir lo que afirmó este cabrón? Hay que tener valor o estar loco, concluye el ujier que sigue malhumorado.

Por su parte, el cojo J mantiene la serenidad. No escucha los comentarios referidos a su persona, o al menos no se da por aludido, se empeña en olvidar el dolor que le causan las esposas en las muñecas. Además, está acostumbrado a recibir insultos hostiles, soeces o mal intencionados, como que los cojos son hijos del diablo; y entre una diversa gama de discapacitados, cada uno con sus particularidades, que los cojos son las más perversas de las maldiciones, y así por el estilo.

Luego de buscarlo con la vista, el cojo J encuentra al cojo C entre la multitud en retirada. Su amigo continúa sentado en el mismo banco con el bulto guardado en la mochila sobre el ñongo de la pierna mutilada. En ningún momento, ni siquiera cuando tiene que testificar, suelta aquel paquete notorio que protege con esmero. El cojo J y demás asistente se preguntan qué diablos lleva ese otro cojo en la mochila, pero nadie sabe. Es un misterio. Cualquier cosa, piensa todo el mundo.

El cojo J trata de levantar el brazo en señal de despedida pero las esposas se lo impiden. ¡Caramba!, protesta por el inconveniente. Ha olvidado su condición de recluso y lo lamenta al sentir otra vez el latido metálico en las muñecas. En cambio el cojo C, que no le quita los ojos de encima, levanta su brazo libremente y le dice adiós.

-No te olvides de lo nuestro -grita el cojo J.

-No te preocupes -responde el cojo C, todavía con el brazo en alto-. Lo tuyo está garantizado –añade, y queda contemplando como lo retiran de la sala. También mira el bulto, siempre a buen recaudo sobre el ñongo de la pierna, sonríe y lo aprieta con más fuerza.

Mientras, el cojo J sigue con un monólogo que parece no tener fin. Habla y habla y no hace caso a los ujieres que lo obligan a continuar casi arrastras. Los mira con una furia implacable: se salvan porque él no tiene las muletas a mano, se las incautaron el día que lo detuvieron. ¿Y por qué no se le ha ocurrido antes?, durante la velada debía haber indagado por ellas, o al menos haberlas mencionado. La ausencia de muletas, más que su pierna inexistente, pudo haber sido un mejor atenuante para su defensa: ¿de qué forma él se va a desplazar en esas prisiones infectas de delincuentes y bugarrones? Incluso con muletas, entre tantos malhechores, su paso, por muy firme que sea, será en falso y desde que ponga el pie en la celda estará tirado por el piso, o quién sabe si en una posición más ignominiosa. Entonces el cojo J increpa a los ujieres: déjenme tranquilo, cojones, grita, mientras se zarandea igual que un poseído. Parece que se va a caer pero milagrosamente mantiene el equilibrio, y en un acto considerado audaz por los presentes, dice a viva voz a su amigo que recuerde elegir zapatos de norma ancha, que por favor tenga en cuenta su otro defecto; siempre que adquieren zapatos, el cojo J recuerda su otro defecto. Acuérdate del juanete, coño, reitera en un grito ahogado por el dolor de la ausencia.

El eco del grito retumba en la sala, pero los asistentes que quedan retrasados no lo echan a ver: la sentencia ya está dictada y por suerte es irrevocable.

El cojo C, por su parte, se cuestiona en silencio la irreverencia del cojo J. Si ya ha sido sentenciado por qué es tan insolente. Igual da por descontada su petición, -aunque nunca lo ha mencionado, él también padece de aquel otro defecto-, y siempre gestiona zapatos de norma ancha, se dice, y vuelve a mirar el bulto que aún aprieta contra el cuerpo. Al cojo C, y eso lo tiene atento, más bien a la expectativa, le ha llamado la atención la forma en que los ujieres conducen al acusado, lo llevan agarrado por los sobacos, como un fardo dando salticos hacia la puerta trasera del recinto. El hecho en sí es extravagante por no decir grotesco. Ante aquel espectáculo inusual, cree que no hay nada más ridículo en el mundo que un cojo dando salticos entre ujieres. El cojo C lo piensa mejor y tiene que llevarse la mano a la boca para contener la risa que ya afloraba en sus labios. Apenado, recorre la sala de una ojeada; por suerte nadie lo estaba mirando. No es correcto esa desfachatez ante el público que se retira disciplinado, se dice, y reprime su actitud.

Pero pensándolo bien, este no es ni será su caso, qué coño, se dice igual. Aunque le falte una pierna, incluso aunque le falten las dos, por alguna u otra desgracia, él es un hombre íntegro, un revolucionario cabal, y nunca va a incurrir en el desliz en que ha caído el acusado.

***

El cojo J y el cojo C se conocen años atrás. Es la época en que todavía anhelan que la desaparición de sus piernas se puede solucionar o al menos encontrarán, siempre con paso firme, la forma de ser felices. Viven relativamente cerca uno del otro, aunque no se conocen; no han tenido el honor, a decir de ellos. Pero una tarde apacible, de cielo despejado y sol radiante, coinciden en la barbería del barrio. Llegan casi al mismo tiempo, a dos o tres pasos de muletas de diferencia, como si se hubieran puesto de acuerdo. El cojo J le da el último de la cola al cojo C o el cojo C se lo da al cojo J, no lo recuerdan pero no es tan importante y se sientan, uno al lado del otro.

Al principio evitan mirarse, fingen estar entretenidos con el pelado de turno que hace el barbero. Pero al rato no lo pueden soportar y con disimulo se detallan por lo más elemental visible, o invisible, de sus cuerpos mutilados: el vacío de la pierna que les falta. Luego se fijan en las muletas, -es costumbre arraigada entre cojos reconocerlas durante el primer encuentro-, y finalmente se concentran en el zapato que traen puesto en el pie palpable. Ese día el cojo J lleva un tenis Adidas gastado, casi listo para tirar a la basura, y el cojo C luce un Nike lustroso, al parecer acabado de estrenar. Es probable que hasta calcen el mismo número y vuelven a mirarse; sobre todo el pie visible. Tras la ojeada de reconocimiento quedan convencidos de sus dimensiones porque sentados y todo, miden más o menos la misma estatura. ¿Y qué?, dice el cojo J. Bien y tú, responde el cojo C; mientras se hacen un movimiento de cabeza y una sonrisa de aceptación.

La ocasión es propicia y se estrechan la mano. A partir de entonces conversan como si se conocieran desde siempre. Pero antes, incluso antes de presentarse por sus nombres, -tampoco lo pueden evitar-, indagan por la talla de pie que calzan. ¿Qué número tú usas?, pregunta el cojo J, al tiempo que señala el Nike existente de su compañero. El siete y medio, responde el cojo C, que vuelve a mirar con menosprecio el tenis Adidas gastado.

Desde el inicio también advierten otro detalle de sus cuerpos incompletos, y ahora lo toman en cuenta: cojean de piernas diferentes, al cojo J le falta la derecha y al cojo C la izquierda. Mirándolo desde una perspectiva individual y a la vez de conjunto, de eso no caben dudas, cada uno es el otro o en términos más filosóficos, la contraparte del otro.

Muchas coincidencias, y han quedado sin palabras, pero ninguno de los dos cree en casualidades. Un inicio de relación entre impedidos físicos; al parecer casual más que causal; pinta a las mil maravillas para vaticinios esotéricos. Pero tampoco es el caso de ellos, que con más certezas que dudas auguran el comienzo de una amistad duradera o al menos de una compañía permanente. Hasta que la muerte nos separe, piensan a modo de conclusión. Entonces es que se presentan por sus nombres de pila:

-Llamadme J –dice el cojo J.

-Y a mí, llamadme C –dice el cojo C, que igual responde con ingenio culterano la broma de su nuevo amigo.

***

Desde que quedan mutilados, aún adolescentes, añoran su encuentro. Esa tarde, con indicios de lágrimas en los ojos confiesan detalles de la ansiada búsqueda. Cada uno ha fantaseado a su manera: la parte alejada existía en algún sitio de la ciudad, de eso siempre estuvieron seguros. Igual lamentan haberse buscado con desespero, los justificaba la premura juvenil por ver sus cuerpos completos. Tal vez la prisa haya sido la causa de que hubieran demorado en encontrarse: en cuanto veían a un cojo detenían las muletas, abandonaban lo que estuvieran pensando y reparaban en sus atributos, sobre todo en el pie existente y en el zapato que usaba.

J dice que buscó su pierna perdida por las azoteas. La separación de un miembro importantísimo como una extremidad debía estar en las alturas, más cerca de Dios que las otras partes que componen el cuerpo. Cuando pasea por la ciudad se enternece mirando para los techos. Esa obsesión se ha convertido en costumbre y más de una vez es testigo de escenas fortuitas que lo llevan a juegos más fantasiosos. Nunca lo ha comentado, no había encontrado a alguien digno de escuchar sus experiencias, pero ahora que se presenta la ocasión lo dice sin miramientos y sonríe con malicia. Por su parte, C sostiene con argumentos precisos que su pierna ausente ha ido a parar a lugares bajos. Privarlo de una extremidad es un golpe bajísimo que le ha dado la vida; y él jamás lo perdonará; por lo cual la nefanda pierna no puede encontrarse en otro sitio que no sea, dígase una cloaca o un sótano en el mejor de los casos. Las piernas son las partes más cercanas al suelo, dice afligido. C ha buscado su extremidad, aunque ya sin esperanzas, un pesimismo punzante lo embarga, por cuanta oquedad ha encontrado a su paso asimétrico.

Pero ahora están uno frente al otro. Pueden complementarse: con la pierna existente, antaño desaparecida, forman un todo como cualquier otro cuerpo humano. Ahora no solo son J y C, sino que definitivamente se han convertido en algo más completo: en JC.

Pasada la emoción del encuentro, J y C, (si se prefiere desde este momento JC), como caballeros iniciados en una orden secreta, se dan un abrazo sostenido. Después, con la persistencia del mismo ritual garboso, están contemplándose un rato más. Continúan agarrados con fuerza por los hombros, parece que sostuvieran el mundo, y con lágrimas que brotan a borbotones de sus ojos se miran sorprendidos de que puedan mantener el equilibrio. Comprueban que en ese intervalo de apoyo mutuo no necesitan las muletas. Es un placer andar como si se tuviera pierna propia, pero también sienten una imaginada nostalgia por tener que abandonar aquellos instrumentos, extensión necesaria, ya convertidos en parte de sus cuerpos. Luego sacan sendos pañuelos, para más coincidencia del mismo modelo aunque difieren en el color: el de J es azul y el de C rojo. Al ver la combinación, -¿casual?- en prenda tan higiénica, ríen con desparpajo y sin pudor alguno, secan las lágrimas que ya ruedan por sus mejillas.

J y C aprovechan la demora en la barbería. Discuten el pacto, para garantizar el futuro que siempre es incierto, anotan en la presentación. Se explican hasta el esclarecimiento definitivo que, a partir de entonces, cada vez que compren un par de zapatos intercambiarán el que les sobra, o mejor el de la pierna inexistente; que para el caso se trata de lo mismo, anotan en la conclusión. Dispuesto ya el reglamento, factores en activo de la zona estarán al tanto de que cumplan con lo establecido: no importa si los compran o es el resultado de una donación. J y C están conformes con lo pactado y juran solemnes, siempre con la vista clavada en el tenis que lleva cada cual. En un trozo de papel, cortesía del barbero, testigo único y principal, estampan sus firmas y anotan la fecha.

Posterior al estrechón de manos protocolar, quedan pensativos. Cada uno, en silencio, procesa los contenidos debatidos durante el pacto. Evalúan los pros, que a simple vista son muchos, y no encuentran ningún contra. El tratado es perfecto: un par de zapatos se convierten en dos y dos costarán el precio de uno, así de sencillo reza el algoritmo. El ahorro de dinero va a ser significativo, pero la mayor satisfacción, lo que verdaderamente los conmueve, la hallan en el goce espiritual de que exista, y hayan encontrado en la realidad, el pie que ocupará el zapato sobrante. De modo que sienten una alegría indescriptible; sobre todo J, que no deja de mirar por el rabillo del ojo el Nike casi de estreno de su amigo. En ese aspecto el entusiasmo de C es discreto; aunque pensándolo bien, aún gastado, se trata de un Adidas, su marca favorita.

Ansiosos por salir, de vez en cuando J y C se miran por el espejo de la barbería y sonríen. Tampoco ha sido casual que le hicieran el mismo pelado. Lo aprecian en la mirada complaciente del barbero que calcula con ojos de profesional la cabeza de uno y otro. Cuando les llega el turno a cada cual, dicen estar satisfechos: es lo último de la moda en corte de cabello. Y como muestra de refrendación, añaden emocionados que el inicio de una amistad tan significativa tiene que coincidir, por naturaleza, con un cambio de look. Dan las gracias al barbero, también lo estrechan en un abrazo sentido, y contrario a su estigma de cojos dejan suntuosas propinas.

J y C salen emocionados a la calle, dispuestos a celebrar el acontecimiento. Aún es temprano y se dirigen a una cafetería más o menos a la misma distancia de la casa de ambos. En asuntos de  equidad espacial, detalle importantísimo entre minusválidos, también han acertado: la amistad comienza con buen pie. J y C andan el resto del camino a la par; habladores y risueños como de costumbre; uno al lado del otro, hombro con hombro, o mejor dicho, muleta con muleta.

-¿Cómo te gustan a ti las mujeres? –pregunta C, a la vez que mira la cara repleta de orgullo de su nuevo amigo.

-A mí me encantan las negras culonas –responde J sin pensarlo. Hace un giro con la cabeza, necesita comprobar la reacción de su compañero, seguido por una carcajada que retumba en el vecindario de paso.

-Qué bien –dice C. A mí me gustan las rubias-, y continúan riendo durante unas zancadas más. Seguidamente inician un debate sobre gustos mujeriles y cualidades femeninas, que los mantiene entretenidos el tiempo de desplazamiento.

El tic tac del plástico de las muletas suena acompasado sobre el pavimento, pero el ruido no interfiere la fluida conversación que han establecido. J y C hablan y se oyen perfectamente; en cambio los otros transeúntes, por mucho que se aproximen o agucen el oído, no pueden captar el diálogo entre ellos. Y es en ese detalle cuando sienten, por primera vez en sus vidas, -y a partir de ahora ya es histórico en ese tipo de mal-, que la cojera sirve de algo edificante. Lo que ha sido una barrera a lo largo de su existencia, en unos minutos de compañía se ha convertido en un muro de seguridad, como muralla infranqueable, que no los puedan escuchar en una ciudad abarrotada de chismosos resulta una ventaja de incalculable valor, y una vez más se alegran.

J y C comen y beben cerveza en abundancia. El dueño de la cafetería acompañado del personal de servicio, los sacan casi a rastras pasada la media noche. Tienen inconvenientes mientras ejecutan la operación de auxilio, a causa del alto grado etílico de aquellos clientes insólitos, y por su deficiente experiencia en manejos de minusválidos. Llaman un taxi y los envían de regreso a casa. Ambos cojos, a partir de ahora amigos para siempre, han bebido hasta derrumbarse de sus propias muletas.

***

Veinte años después, J y C mantienen la amistad del primer día. La unión, inseparable en todo momento, con los años se ha hecho famosa en el barrio y en la ciudad, y va en camino a extenderse por el resto del país. El populacho los llama los cojos de la cerveza, y ellos ríen: el mote les hace justicia.

Acuerdan celebrar el aniversario, como el primer día. Se trata de una fecha cerrada, nada más y nada menos que veinte años, que no se cumplen todos los días, dicen orgullosos. Pero el tiempo ha pasado, con crueldad; y luego también dicen, con nostalgia: peinan canas y han echado una barriguita que achacan más que todo a la ingesta desmesurada de cerveza. Hacen la reservación a tiempo en un restaurante de reciente apertura en la ciudad, lo último en novedades culinarias, con mucho más glamour que la cafetería del encuentro original. La ocasión lo amerita y encargan un cake con sus respectivas veinte velas. No importa lo que cueste, dicen.

Un empleado vestido de esmoquin, el maîtres en persona, espera por ellos en la entrada del restaurante. J y C se bajan de un flamante taxi negro que alquilaron en una agencia de protocolos. El maîtres queda atónito con la presencia de aquellos dos seres incompletos, como una aparición diabólica, piensa, y cruza los dedos en señal de protección. El parecido entre ambos es significativo, y también usan la misma marca de zapato, aunque en piernas diferentes. Luego el maîtres se calma, pero queda meditabundo: el restaurante dispone de sillas para niños pero no de implementos para trasladar cojos. Le vuelve el alma al cuerpo cuando los ve echar mano de las muletas y desplazarse como andarines empedernidos. Ante la mirada expectante de los empleados, los conduce a la mesa asignada, y ellos se sientan en sendas sillas que les ofrece una joven camarera, igual de elegante y olorosa.

La joven da las buenas noches y anuncia la bienvenida. J y C devuelven el saludo y dan las gracias por tanta atención. Los olores, de agradable esencia, los extasía, sobre todo el aroma de sándalo que inunda la sala, cuando aparece de imprevisto el cake con las veinte velas. Es la primera sorpresa de la noche. Demasiado dulce para dos, pero es la medida que los clientes encargaron, dice la joven. Después llega un séquito de otros camareros, se despliegan como dispuestos para una emboscada, y los rodean en silencio. Los cojos miran alrededor y de inmediato a las muletas, más al alcance de la mano que de los pies, tanta gente junta próxima los pone nerviosos. Pero vuelven a la calman. La camarera pide tranquilidad a los clientes y a la sala, que dejen el nerviosismo, y anuncia que comienza la ceremonia de felicitación. Enciende las velas y ordena que apaguen las luces que perturban el encanto del convite. Acto seguido, en un coro muchas veces ensayado, la comitiva le cantan el Happybirth day.

Con ayuda del personal de servicio, J y C pican el cake y brindan con champán, cortesía de la casa. Apenas prueban el dulce: está riquísimo, dicen. Tras estudio minucioso de la carta eligen los platos más exquisitos, nada de arroz ni frijoles, eso lo dejan para la casa, ordenan mariscos: camarones y langostas. Tampoco beben cerveza; para acompañar piden un vino blanco exquisito, recomendación del maîtres.

-Cómo va lo de la prótesis -dice J, y se pasa la servilleta por los labios.

-En eso estoy, responde C, que sigue con la vista a la camarera. Luego dice que sus parientes de Miami ya se la compraron; carísima, por cierto; en unos laboratorios farmacéuticos; famosísimos, por su calidad; que radican en San Francisco. Pero no dice que ya la tiene en la casa, y que ha estado haciendo pruebas de adaptación.

Continúan disfrutando de la comida y del vino. Piden otra botella. Aprovechan el ritual del descorche y se fijan de nuevo en el local. Tanto lujo corresponde a la apertura que está teniendo el país, convienen; y entonces C habla de cambios necesarios: es el tema actual. Y más en la vida de un cojo, ser indefenso donde los haya, agrega, y habla con emoción de los ejércitos de cojos que han transitado por la Historia.

J lo escucha con atención. Piensa en las palabras de su amigo. En parte tiene razón, y a decir verdad, no le interesa mucho que C use una prótesis, hay que cambiar, aunque le molesta que incumpla con lo convenido.

-¿Y el pacto? –pregunta.

C vuelve a desviar la vista hacia la camarera que se acerca a las mesas del salón. J insiste.

-La dialéctica –responde C. Aunque no sabe por qué ha mencionado esa palabra que considera excelsa.

J no entiende qué ha querido decir C con eso de la dialéctica. Está confundido; desde que se enteró de su decisión de utilizar la prótesis, lo perturba lo difícil que se le hará de ahora en lo adelante conseguir zapatos; y sobre todo, encontrar otro cojo con la misma característica de su amigo.

-¿Qué significa cuando te refieres a la dialéctica? –pregunta más extrañado que molesto.

De momento, C tarda en responder. Busca otra palabra más adecuada que aclare la situación, pero no encuentra ninguna:

-La dialéctica, ¿no sabes qué es la dialéctica? –pregunta en un tono áspero.

J queda pensativo. Se molesta por aquella respuesta en forma de pregunta que le hizo su amigo. -La dialéctica es una mierda –responde al rato en un tono también áspero. Qué se cree éste, piensa. C ha dicho algo que no viene al caso, y repite ahora más indignado, casi en un grito-: La dialéctica es una mierda, compadre-, y se lleva la copa de vino a los labios.

El grito estalla en el silencio del restaurante. Los demás clientes dejan de comer y los miran. La discusión sube de tono. Primero acude la joven camarera, que no es entendida en el tema que debaten pero la motiva la porfía sobre asuntos de tanta envergadura, y queda estática frente a ellos. Mira con atención la cara de uno y otro contendiente. La pelea está a punto de estallar en el momento en que aparece el maîtres con el séquito de camareros. Intervienen cuando los cojos empuñan las muletas, y a duras penas logran detener la trifulca. Minutos después llega la policía.

***

La sala de juicios ha quedado vacía; solo C permanece sentado en el mismo sitio. Los ujieres, a cada lado de la puerta del recinto, esperan por él. Lo disimulan pero están impacientes. C indica con una señal que aguarden, necesita hacer una operación de suma importancia. Los ujieres no responden, pero no lo pierden de vista. Cuando C abre la mochila aguzan la mirada y se llevan la mano al arma de reglamento que portan en la cintura. C desempaca el bulto con cuidado, también sin perderlos de vista, alza el brazo y muestra una flamante prótesis, como trofeo de competencia. Los ujieres quedan perplejos por el deslumbre de aquella parte del cuerpo, para ellos extraña, que parece un juguete. No hablan, pero piensan que esa prótesis tiene más encanto que una pierna normal; porque de seguro es de importación. Incluso, si este cojo hubiera sido el detenido, piensan, no hubiera habido problemas para el uso de los grilletes que aparecen en la película del sábado. Es más, a ellos les encantaría que hubiera sido éste el acusado. A su vez, C ya se ha colocado la prótesis en el ñongo de la pierna, se pone de pie casi de un salto, y da unos pasos de calentamiento en el lugar. Luego avanza ligero, con andar natural, rumbo a la puerta de salida. Los ujieres despejan el camino, –sospechan que aquel individuo de desplazamiento atlético pueda echar a correr en cualquier momento-; y de paso, no menos asombrados, se fijan que lleva en los pies unos tenis Adidas, como acabados de estrenar para la ocasión.

 

La Habana, mayo 2021

“La noche”, primero de los relatos carcelarios ilustrados

LA NOCHE, por Daviel Prieto Olay  

Taller Literario “Tras las rejas del poeta”

Ilustraciones de Luis Trápaga

Ambos somos locos. Eminentemente locos. Él tiene una cicatriz en el rostro. Hace mucho tiempo, cuando en una riña del pasillo, le arrebató la chaveta al flaco de la esquina. Mi rara marca en la parte izquierda del pecho viene de una calentura, con mi prima del campo durante mi adolescencia.

No puedo decir que tenemos dulce el alma ni la mente, algo horrible que nos aleja un tanto de la belleza. Tanto los suyos como los míos son ojos llenos de
rabia y resignación enfrentados a la situación del entorno. Eso nos ha unido por largos años de encierro. Quizás por el desprecio que sentimos el uno al otro por nosotros mismos.

Nos conocimos una mañana en el patio solar, mientras hacíamos ejercicios para avivar el cuerpo y moretear un poco la piel. Nos examinamos sin gracia, pero con rara curiosidad; allí nos dimos la primera ojeada, nuestras respectivas miradas de complicidad.

En las celdas todos estaban de a seis. Otras eran de nueve y las más grandes para treinta y seis reclusos. Las literas de tres camas de hierro parecían un vaivén sobre el piso de granito toda la noche. Eran auténticas parejas de viejos presidiarios que se amaban como locos, entre la angustia, el amor y el desamor tras las rejas; esposos, novios, amantes, transgresores de la ley. Atados de la mano a la deriva del tiempo. Solo Ángel y yo teníamos las manos sueltas, crispadas a la cintura sin soltarnos.

Nos miramos con detenimiento, con solvencia, sin reparo. Recorrí la hendidura de sus pompas con el enorme desparpajo que daba mi símbolo lingual desaparecido en sus adentros. Él, sonrojado, mugía como gata en celo.

– Me gustó que fuera dura- dijo. Has inspeccionado mis entrañas cual hojarasca en bosque ajeno. Me gusta tu barba, cómplice de subversiones policiales.

Llegada la hora entramos donde más queríamos. Él se retorcía a los bombardeos continuos de mi bomba presidiaria.

A la mañana siguiente nos sentamos en mesas distintas. Las aulas del Combinado del Este eran destinadas a los más jóvenes. Para sopesar la situación aprobaron que los de más años se unieran a nosotros como ejemplo de perseverancia. Un viejo sentado al lado de un joven. Solo eso nos separaba un par de horas al día dos veces por semana. Él no podía mirarme. Le daba celos verme sentado con otro, pero yo, aun en la penumbra del local y la oscuridad del día lluvioso rozaba de reojo su negra cabellera encrespada, su oreja colorada ante la mirada penetrante de su amado. Era la mirada de su lado virginal.

Durante dos horas admiramos las respectivas bellezas de cada uno, a pesar de la distancia prudencial. Un guardia, vestido totalmente de verde, uniforme ajustado y bastón enarbolado descubrió como espantajo la complicidad del entorno.

– Oye, tú, interno. Póngase de pie. ¿Cuál es su insistente mirar al interno de la fila dos?

– A usted le importa, o quiere que lo mire a usted- le dije.

Solo sentí el duro golpear de mi cabeza sobre el piso de granito. Ahora, en una cama del Hospital, la cabeza vendada y doce puntadas en el rostro. El guardia de pie frente a mi cama en espera de que me recupere para arremeter nuevamente su embestida brutalidad. El guardia se sobaba el paquete a cada instante mostrando su hombría ante un pervertido encarcelado.

– Yo te voy a dar miradas furtivas a los demás, cabrón. No te imaginas lo que te espera. Un 47 es poco para maricones como tú.

– ¿Qué cojones voy a hacer yo en el 47? Ahí debes ir tú por abusador. Te luces porque estás vestido de verde, pero deja que salga y te coja en la calle, cabronzón de pacotilla. Tú vas a saber lo que es dar bastonazos a un indefenso. Lo que tienes es envidia porque no eres capaz de admirar lo bello como nosotros, que, aun perdiendo la libertad, no perdemos el gusto y el amor.

– Cállate.

– Oyeeee

– Que te calles he dicho.

– Ja, ja, ja. Yo gozo con tu sufrimiento. Estás loco por cogerme el tolete y no tienes más que conformarte con el bastoncito negro ese en la mano. Ja ja ja ja ja ja ja. Rinoceronte con cabeza, so´a podrío. ja ja ja ja ja ja ja

El guardiecito se abalanzó sobre la cama y me arrancó de un solo tajo parte de la venda. La herida comenzó a sangrar como si fuera hecha en el momento.

Una enfermera chaparrita corrió a socorrerme. –¡Firme, soldado! Salga inmediatamente de la sala. ¡Salga!

– Pártelo en dos, enfermera. Pártesela. Sin tener piedad, que él no la tuvo conmigo.

– Me pregunto qué suerte habrías corrido si y no estuviera de guardia hoy en la sala. Normalmente la jefa de turno, que le tocaba hoy, es su novia, pero es tan perra como él. No se dan tiempo ni para ellos mismos.

– Ah, ahora entiendo su carácter lacónico y pervertido.

– Ya estás de alta, Rodrigo. Puedes regresar a tu Destacamento. Llamaré a un guardia para que te conduzca. Yo les acompañaré. Aquí están las instrucciones del médico. Debes seguirla al pie de la letra.

La esperé a la salida del hospital. Caminé unos metros junto a ella y el guardia de conduce. Cuando llegamos al edificio 2 ella se detuvo y me miró. Tuve la impresión de que me vacilaba. La invité a que charláramos en la enfermería, y aceptó.

La sala estaba llena, pero en ese momento se desocupó una cama. A medida
que pasábamos entre los guardias y reclusos de conduce, quedaban a nuestras espaldas las rejas, las miradas y comentarios de chismes.

Mis antenas de seguridad biológica están adiestradas para captar la curiosidad enfermiza de guardias y presos, ese bruto sadismo que llevan en el rostro, pero mis oídos alcanzan para registrar murmullos, comentarios, risitas y falsas carrasperas. Es como para pegarle un manotazo en la cara, pero no vale la pena. Es mejor ignorarlos y el premio será más grande.

Nos sentamos al pie de la cama que me tocaba a partir de ese momento, no sé cuántos días o semanas. Nos trajeron las ropas de cama y el pijama de paciente. También, pedimos firmar el libro de entrada, si no, es como si nunca hubieras estado allí: lo mismo pueden matarte que desaparecerte sin que nadie sepa de uno. Te dan por fugado de la prisión, o apareces ultimado junto a una cerca acusado por intento de fuga. Si es que alguien vuelve a saber de ti.

— Prométame no tomarme como un loco.

— Jamás pensaría eso. ¿Y tu novio?

— Míralo al espejo que está frente a nosotros. Está a mi lado. ja ja ja ja ja ¿Lo intentas? Hay mucha posibilidad de meternos en la noche. En nuestra noche. Sí, hacerla nuestra en la total oscuridad del silencio. ¿Me entiendes?

— Eso intento. Te preguntaba por el chico de las miradas. Lo leí en tu historia clínica.

— ¡Tienes que entenderme! No es que sea mi novio, novio. Es mi amante amigo. Aquí, si no lo tienes, se te encoge el rabo y la mente, de manera que no vuelves a verlo nunca más. Son veinte años que estaré preso perdiendo toda la juventud. Tengo 22 años y ya llevo cuatro aquí. Cuando salga no tendré ni familia y nadie querrá saber de un expresidiario. Lo total oscuro de la vida. El hombre tiene que saber amar al cuerpo y la mente, si no, estamos perdidos.
Tu cuerpo es lindo, ¿no lo sabías?

Se puso roja como un tomate, y los pómulos de la mejilla se volvieron más oscuros que una manzana madura.

— Vivo solo, tengo el apartamento cerrado. Y estoy solo aquí. Mis padres se marcharon del país antes de yo caer en prisión y no he sabido más de ellos. Ni siquiera saben que estoy aquí, y no creo importarles. Si te casas conmigo me portaré bien y haré todo por salir pronto de aquí.

Mirándome a los ojos, como me gusta, me dijo.

— Nosotros no podemos tener relaciones con los reclusos. Eso está en el reglamento.

— Pero ¿Y la parte humana? Está por debajo del Reglamento.

— No, no es eso, mi santo. Yo quisiera, pero no puedo. Es como dice la canción de Los Van Van: me gustas pero no puede ser. Te ayudaré en todo lo que pueda, pero más no puedo hacer, por favor.

Hice un brusco gesto insinuando una caída al piso y, al intentar agarrarme por el brazo, tomé sus labios con los míos. Lo más dulce que he sentido en toda mi vida.

No supe más de ella. En aquel instante un guardia entraba por la puerta del frente conduciendo a otro recluso. Todos los golpes siempre van a mi cabeza. Su bastón no fue la excepción. Todavía me duele, más que el golpe, saber que la trasladaron de centro por mi causa. Mis ojos se apagan como luces en la noche. Ángel, a mi lado, cuida como un gran enfermero mis heridas. Este es el lugar más oscuro del alma.

Entre nosotros: Teresa María Rojas; por Orlando González Esteva

Entrevista a Teresa María Rojas; por Orlando González Esteva

Radio y Televisión Martí

16 de noviembre 2020

Escucha la entrevista en: https://www.radiotelevisionmarti.com/a/277102.html?withmediaplayer=1

Ecos de la brevedad; Teresa María Rojas (Ediciones Hurón Azul, Madrid, 2020)

 

Homenaje a Teresa María Rojas: una vida sobre las tablas

Con ocasión del lanzamiento de su último poemario (Ecos de la brevedad, Ediciones Hurón Azul, Madrid, 2020), El Nuevo Herald presenta un breve recorrido por algunas de las escenas a las que Teresa dio vida en su carrera. Puedes verlo aquí:

https://www.elnuevoherald.com/entretenimiento/teatro/article247224374.html

Un libro de poemas de Teresa María Rojas

DIARIO DE CUBA

Miami
Rosie Inguanzo

Jorge Luis Borges, quien nunca escribió una novela, dice: “Yo no sé por qué la gente escribe tanto”.

Borges, para quien la poesía es síntesis, utiliza la palabra riddle, así en inglés, para referirse a ella.

Riddle.

Me gusta cuando se traduce como “acertijo” o “enigma” porque en inglés la definición incluye ingenuidad y juego con el significado.

A Borges le hubieran gustado estos poemas de Teresa María Rojas: lírica, actriz, maestra de muchos.

Porque estos poemas son acertijos, cápsula, conjetura, teorema, canto, crónicas autobiográficas ultra breves.

Como punto de partida propongo dos temas presentes aquí:

1. la orfandad, de la que se desprende un segundo tema:
2. la maternidad enraizada en la muerte —Teresa es huérfana de madre.

La niñez termina cuando somos conscientes de que recordamos, o cuando muere la madre.

La niñita Teresa María quedó varada en la niñez huérfana, que ella insiste en hacerla canto. Porque, no se llame a engaño lector, el paraíso es la niñez, incluso una niñez desgraciada como la suya, o como la mía.

Hay una fotografía fija de la niñita Teresa María en mi mente, donde la huérfana juega para espantar los hechos —en la casa de muñecas de la niñez.

Y desde entonces obran en ella las palabras.

Teresa vive como poeta las 24 horas del día.

Ella me enseñó eso.

Mi Teresa convocaba, entre arroz pollo a la chorrera y plátanos maduros fritos, a Alberto Baeza Flores, Eugenio Florit, Orlando González Esteva (que no son poca cosa), para que oyeran a Rosita leer sus poemas adolescentes.

Me mortifica que en español no existe una palabra para una de las experiencias más desgarradoras que pueda ocurrirle a un ser humano, que es la muerte de un hijo.

Que lo más terrible no se nombre propiamente.

Para la Real Academia Española uno puede quedar huérfano de hijo; pero no es suficiente.

A La Federación Española de Padres de Hijos con Cáncer se le ha ocurrido huérfilo, compuesta por la misma raíz indoeuropea —orbh— (separar, perder, alejar) y “filius”, también del latín, que significa “hijo”.

(Querida Teresa, me atrevo con algo tan personal que me hace daño. Permíteme.)

Nuestra Teresa es huérfila de hija.

En “Rorro” la voz poética es la madre inconclusa:

del pecho roto pozo de sed.

Dice:

aún mece la cuna
la cuna que ya no llora.

También:

y todo en mí es el dolor
como si fueras a nacer.

El poema “Alusión” es un drama fílmico: una mujer va al cementerio y busca una tumba cualquiera:

(… los nombres los devoran también los gusanos del tiempo)

El dolor de la pérdida resuena en el libro como un eco:

Donde sonaba
la vieja cicatriz
la herida abierta.

No es un poemario triste, sin embargo.

En lo anecdótico de estos poemas hay un juego perenne que no es trivialización; si acaso, temeridad lúdica.

Homo ludens.

El juego es una necesidad primaria del ser.

Sigmund Freud ha dicho: “Nunca abandonamos un placer que hemos conocido; lo sustituimos”.

A la niña Teresa María la vida se le ensombreció.

Entonces sustituyó el juego infantil por el retozo verbal. No en balde en inglés nos llaman players a los actores.

Suplir la carencia en el juego.

Para los griegos el juego verbal es ocultación.

Por ello en el fondo de estos juegos poéticos está encapsulada la biografía de la autora.

Poemas como “Yerma” o “Lunch” son breves puestas en escena.

Esta es una escritura performativa.

El placer del juego, apunta Freud, nunca nos abandona. Esa es la respuesta de la especie a la presión social, la norma y al destino implacable —que nos toca. Dice que estamos predeterminados a buscar el placer, rehuir del dolor y encontrarlo.

Homo ludens que ensaya sobre el papel del juego.

La voz poética aquí no teme a los juegos arriesgados:

jugar al pinpón
con los abismos.

Asimismo esta niña grande es muy enamoradiza; retoza entre el amor y los celos.

pero a ti
te amé un libro entero.

Está Dios como compañero de juegos de Teresa María, aventurando nuestras vidas cual fichas sobre el tablero, desatando lo imprevisible:

Dios regaló a la novia el extraño velo nupcial:
la niebla.

Nubóloga eficaz, Teresa lleva una vida mirando hacia arriba; es especialista en “los blancos disparates de las nubes”:

En “Tinta blanca” dice:

Hoy pareciera
que solo salen nubes de mi letra.

Cubana contumaz, hace miles de años que se fue de Cuba y no ha vuelto. (Ah, olvidaba decirles que le tiene fobia a los aviones.) He dicho alguna vez que el exiliado exhibe duplicada orfandad:

Apunta ella:

buscaba un hueco, o una patria donde estar
lo que durará el tiempo.

(Foto de Rosie Iguanzo)

En estos poemas algo que se me pierde. Y es que algo debe quedar perdido para siempre.

Porque hay algo escurridizo en Teresa. Incluso ahora que nuestra venerada maestra se mueve lento, todavía es inaprensible. Y esa cualidad esquiva forma parte de su atractivo.

Cito:

yo
que no me entrego del todo

Cito:

yo, fugitiva
¿A qué hora quedarme para siempre (…)?

Para concluir regresemos al título del libro: Ecos de la brevedad.

O sea, la poética es caja de resonancia.

Teresa parece colocar en el libro-maleta solo lo imprescindible para el viaje.

Quiere ir ligera.

De ahí la insistencia en la ligereza —brevedad que es la destilación de sus temas; por ello Teresa prepara una “maleta de barro” (todo es perecedero), y dentro breviaturas, tweets, premuras, cifra, migaja de pan para hallar el camino de regreso.

En “Rojo duradero”, uy, uno de mis poemas favoritos, queda dicho:

Vino al mundo sin nada
hueso y llanto
se irá trino y ceniza
con los labios pintados
y un retrato del aire.

Y qué tal la retórica:

para decir adiós no siempre es necesario despedirse.

Aquí nos da una clave para abordar esta poesía de la concisión, donde cunden las nubes, el juego y otras cosas intangibles.

Poesía fugitiva.

Díganme si no:

Yo,
que amo con el amor lastimado
de los huérfanos,
y robo algo de todos.
(…)
Yo, que creo
en el espíritu del instante.

Teresa es animista, mira y da vida a las cosas. Aquí hallamos personificaciones varias; de un plumazo: teléfono que muere, brisa que se ahoga, fango que acaricia la orilla, olvido que da caza, aguas traviesas y flor que dice.

Tríadas sin título a veces, con algo del haiku (no en la métrica), en la empatía, la sensibilidad hacia las cosas del mundo (lo otro, lo que no es una).

Para elogiar brevedades no voy a expandirme (más).

“¿Qué tal de resonancia?” pregunta Lezama Lima.

¿Qué tal de resonancia?, nos preguntamos.

Baste decir, que ante tanta economía verbal, no va hallar usted aquí palabras erróneas que degraden el verso o la vida.

Para oír estos ecos en su voz, pongamos la cabeza dentro de la campana de su poesía o bajo la cúpula de su indulgencia.


Teresa María Rojas, Ecos de la brevedad (Hurón Azul, Madrid, 2020).

Rosie Inguanzo presentará el libro de Teresa María Rojas el miércoles 18 de noviembre, 7:30PM (hora Miami), desde el portal de la Feria del Libro de Miami.

Puedes leer la noticia original en Diario de Cuba: https://diariodecuba.com/de-leer/1604594154_26234.html

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