Sueño para compartir el horizonte La bendita circunstancia del mar

Por José Antonio Michelena

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En su poema, leído el 14 de agosto, durante la ceremonia de reapertura de la embajada estadounidense en La Habana, el poeta Richard Blanco eligió el mar como metáfora de unión entre las dos naciones que inician un nuevo camino, entre las personas que, en ambas orillas, sueñan con “el fin de todas nuestras dudas y miedos”.

Ciertamente, el mar, como sujeto, actor, símbolo, escenario, ha estado presente siempre en la poesía cubana. “¿Quién es sagrado Mar/ quién es el hombre/ A cuyo pecho estúpido y mezquino/ Tu majestuosa inmensidad no asombre”, escribió José María Heredia; mientras que Gertrudis Gómez de Avellaneda, “no encuentr[a] delicia ninguna/ como amar y cantar en el mar”.

Por el contrario, Virgilio Piñera dice en “La isla en peso”: “La maldita circunstancia del agua por todas partes/ me obliga a sentarme en la mesa del café./ Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer/ hubiera podido dormir a pierna suelta”.

Pero es que “Una isla es una ausencia de agua rodeada de agua: Una ausencia de amor rodeada amor”, según Dulce María Loynaz; y seguidamente pregunta: “¿Qué es un océano?”, para responder: “El mar es solo un sueño largo/ que está soñando la tierra/ entre soles columpiada/ Es el sueño de la tierra/ dormida sobre una llama”.

De manera que las voces de nuestros clásicos murmuran en el texto de Richard Blanco, quien hubiera nacido en la isla y no en España si las circunstancias hubieran sido otras para su familia, y hubiera leído más a Ballagas, Lezama, Piñera, o Diego, que a los escritores de lengua inglesa.

Pero la vida, para él, como para muchísimos otros, fue así. Creció lejos de la tierra de sus padres y abuelos, mas estos le hablaron de sabores, olores y colores, y, como la nostalgia también se aprende, soñó con esa isla, y soñó con un océano compartido donde el sonido de las olas sea un mantra que nos sane por encima del ruido del odio y la amargura.

Muy pocas familias cubanas, tal vez ninguna, en los últimos cincuenta y seis años, ha escapado del dolor por la separación –exilio de por medio– de un ser querido, o un amigo entrañable; o, peor aún, por su trágica pérdida en el mar.

Cada familia tiene una historia de vida distinta, recuerdos distintos, pesares distintos, un espacio en el pecho donde reposan esas personas que no hemos vuelto a ver. Allí están dos de mis tías, cinco primos hermanos, una tía-abuela, y una prima segunda a quien quería como una hermana mayor. Unos fallecieron y para otros yo estoy muerto. Ninguna señal, de este lado del mar, es atendida.

No sé si para ellos, los que quedamos aquí, fuimos desterrados de los álbumes de fotos, o, como mi hermano y yo lo hacemos, guardan aquellas imágenes de un tiempo remoto en que los mangos se pudrían en el suelo, jugábamos bajo la mata de mamoncillos y danzábamos todos descalzos bajo la lluvia.

Así como nunca más he visto a esos familiares, igual me ha sucedido con viejos amigos, quienes, a diferencia de los primeros, pueden estar en Facebook y hasta ser contactos nuestros en la red, pero es como si fueran otras personas, mutantes que solo muestran sus rostros en fotos.

A todo el mundo no le ha pasado lo mismo. Mi esposa se reencontró con su hermano después de cuarenta y ocho años sin verlo, y aunque estuvieron como media hora llorando, sobrevivieron al encuentro. Mi cuñado, en cambio, nunca más vio a su padre y este murió nombrándolo en el minuto final. Cada familia cubana tiene un arsenal de recuerdos en estos asuntos.

Conozco una señora de 94 años que emigró en 1959 y lo añora todo de Cuba. No hay un día en que no diga que el café de allá no le gusta y que quiere comer comida cubana porque ya sus hijos y nietos solo comen al estilo americano, y a ella le encanta el plátano maduro frito, el arroz blanco con picadillo, huevo frito y ensalada de aguacate, y se muere por los tamales, el pescado frito, el arroz con pollo y la yuca con mojo.(“Lejos de ti la sed y el hambre/ no se sacian/ con halagos de frutas y chorros de agua:/ lejos de ti es la soledad concreta”, escribió Juana Rosa Pita en “Carta a mi isla”.)

Esa nonagenaria, a quien Ernesto Lecuona dedicó una canción (Azul), habla de las calles de Centro Habana como si caminara por ellas ahora mismo y recuerda todos los refranes cubanos. Dice que cuando salió, por mar, miró intensamente la isla y dijo: déjame mirarte bien porque estoy segura que no te volveré a ver. Quizás ella, al partir, recordaba los versos de la Avellaneda: “¡Adiós, patria feliz, edén querido!/ ¡Doquier que el hado en su furor me impela,/ Tu dulce nombre halagará mí oído!”.

Pero ha pasado el tiempo, que nunca se detiene, porque “en el tiempo no se huye”, nos dejó dicho en “Cuerpo del delfín” Fayad Jamís, quien, en el mismo poema, deslizó este mensaje: “Un ave transparente, gimiendo, allá arriba construye un nuevo mar,/ entre la vieja ciudad y el viejo mar,/ encima de nuestros cuerpos y del muro”; un sueño al que, muchos años después, responde Richard Blanco: “Hoy, el mar sigue diciéndonos/ El fin de todas nuestras dudas y miedos/ Es admirar a los azules lúcidos de nuestro horizonte compartido”. (2015).

[Publicado en ipscuba.net/espacios/laesquinadepadura]

1 septiembre, 2015

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