El éxito universal de las novelas de Leonardo Padura ha colocado una
sordina en su cuentística, menos conocida que sus hermanas mayores, pero
no poco importante en el conjunto de su narrativa, en el frondoso árbol de
su obra literaria y periodística.
Solo después de publicar diez novelas de Padura, cuando hace mucho tiempo
que su nombre es un imán para los lectores, la editorial Tusquets decidió
dar a conocer una selección de sus cuentos. Ya era hora, porque, como lo
advierte el título de la colección “aquello estaba deseando ocurrir”.¹
“Aquello estaba deseando ocurrir” agrupa trece cuentos procedentes de tres
colecciones: “Según pasan los años” (1989), “La puerta de Alcalá y otras
cacerías” (1998) y “Nueve noches con Amada Luna” (2006). El primer libro
fue publicado en La Habana; los otros dos, en Madrid.
Una de las preguntas más incómodas para los escritores, es aquella en la
que los periodistas quieren saber cuál de los géneros que cultiva es su
preferido. Hace casi veinte años, cuando su saga policial comenzaba a
crecer y conquistar territorios, le pregunté a Padura si en lo adelante
pensaba concentrarse en la novela, si ese género desplazaría al resto, y
él me contestó:
“Mira, creo que nunca dejaré de ser las cosas que soy, que son todas la
misma: seré periodista, ensayista, crítico, cuentista, novelista y hasta
guionista de cine, porque todo se complementa, se comunica y responde a
necesidades similares, aunque su expresión sea diversa”.
Así lo ha hecho el autor hasta ahora: su producción novelística nunca ha
silenciado su periodismo, su ensayística, su cuentística o sus
colaboraciones para el cine. Y quien recorra su obra, en todos esos
géneros, encontrará personajes, historias, contextos, ideas, que se
conectan, dialogan, se integran, en la órbita del planeta Padura.
Un lector atento puede reconocer, en este volumen, a la bolerista de “La
neblina del ayer”; solo que el destino del personaje novelado es distinto
al del representado en el cuento “Nueve noches con Violeta del Río”:
mientras aquella tuvo un trágico final en La Habana, en la flor de su
vida, esta transita hacia la vejez en un club de Miami. Ambos relatos se
sumergen en la atmósfera del bolero para modelar dos historias diversas de
amor, sexo y deseo.
Amor, sexo y deseo no faltan en el cuento “Los límites del amor”, aunque
con otros conflictos, otra época y en otro escenario: la guerra de Angola
–donde el flaco Carlos salió mutilado–, que dejará una marca en Ernesto,
un funcionario atrapado entre dos mujeres, en una encrucijada existencial.
Angola es también uno de los contextos de “La puerta del Alcalá”. Allí, el
periodista Mauricio experimentó el miedo “oscuro y tangible” que provoca
la cercanía de la muerte, perdió a un amigo y conoció de otros efectos
devastadores de aquella guerra en la salud física y espiritual de las
personas.
Pero si Ernesto era un personaje de los ochenta, Mauricio es de los
noventa, más cerca de Mario Conde y del propio autor. Con ambos comparte
afinidades, identidades. El encuentro de Mauricio con su amigo, el
arquitecto Frankie, está en el tono del reencuentro de “los socarrones”
con Fernando, en “La novela de mi vida”, o de la despedida de Andrés, en
“Paisaje de otoño”. Allí están las heridas de la diáspora, el destino
torcido por las circunstancias socio-políticas.
El personaje de Frankie pertenece al grupo de los amigos de Conde, tanto
como Carlos, Andrés, El Conejo o Candito. Escrito en 1991, cuando Las
Cuatro Estaciones estaba en embrión, “La puerta de Alcalá” tiene un claro
vínculo con la misma, es el desprendimiento de un coágulo salido de sus
entrañas, según la metáfora de Cortázar.
Angola es un escenario referido en otro cuento, “Según pasan los años”,
una historia de amor, amistad, traición, muerte y desilusiones, un relato
hábilmente contado, en el cual el escritor alterna el plano narrativo del
presente con analepsis que complementan la diégesis, tal como hará en las
novelas posteriores.
En ese texto de 1985, el personaje de Juan Carlos tiene algunas
similitudes con Rafael Morín, de “Pasado perfecto”, mientras que las
expresiones de Elías y de Lucrecia nos recuerdan a Mario Conde. Más aun,
el tono nostálgico y el propio núcleo temático –el sentimiento de pérdida,
lo irrecuperable, lo que el tiempo se llevó– estarán presentes en las
novelas que vendrán, adivinables por la capacidad que muestra el narrador,
incrementada según pasan los años.
“As Time Goes By”, la icónica pieza de Casablanca (1942), y la película
misma, son el sustrato de “Sonatina para Rafaela”, parodia y homenaje al
duro oficio de las pianistas de restaurantes. Curiosamente, este cuento,
que protagoniza una mujer mayor, está escrito en el mismo año (1988) de
“Adelaida y el poeta”, que representa a la dama sesentona de un taller
literario. Más de veinte años separan estos relatos de “La muerte feliz de
Alborada Almanza”, una fábula garciamarquiana con resonancias de Onelio
Jorge Cardoso (“Francisca y la muerte”) y Eliseo Diego (“De cómo su
excelencia halló la hora”).
Diferente, en su expresión, a los tres cuentos anteriores, resulta “La
pared”, un texto donde podemos paladear a Salinger y a Hemingway,
integrados, plenamente asimilados en los diálogos y en la información
sumergida, en el desencanto y las ilusiones pérdidas de Elmer, el
economista que quería ser pelotero, pero obedeció el mandato –social y
paterno– que cortó sus alas. Es la misma frustración que veremos en el
médico Andrés, el amigo de Conde.
Por la condensación de la trama y las ideas, la agilidad y riqueza de los
diálogos, el universo contenido, su perfecta estructura narrativa, el
enigmático y sugerente final, abierto a interpretaciones diversas, “La
pared” es una pieza de Grandes Ligas, escrita en el último año de los
ochenta.
De antología es igualmente “El cazador”, cuento de cacería homoerótica a
la entrada de los noventa, donde el tema se repitió bastante de autor en
autor, pero todo está aquí ya servido, en la historia contada por Padura.
Reflejo de los temas de aquella década es también “Mirando al sol”, un
entramado de marginalidad social, peleas de perros, drogas, promiscuidad
sexual, asesinatos y huida fracasada de la isla.
Conviviendo en años de furia creativa del autor surgió “La muerte pendular
de Raimundo Manzanero” (1993), relato con estructura de investigación
policial, especulación sobre un suicidio que incluye la información
necesaria para conocer sus causas, expuestas en la tesis del narrador.
Acaso fruto de los viajes a Italia del escritor, es esa historia de amor
(una de las cuatro del libro) contada en “El destino: Milano-Venezia vía
Verona” (1996), abonada con elementos autobiográficos, el gusto por la
pintura y los conflictos –y sufrimientos– derivados de la magra economía
de los cubanos.
Ya en la despedida de los noventa, Padura escribió ese divertimento
erótico que es “Nochebuena con nieve”, anclado en uno de sus espacios
predilectos, el barrio de la Víbora, y narrado en primera persona por un
personaje que sumerge sus penas en alcohol.
“Aquello estaba deseando ocurrir” contiene cinco cuentos fechados en la
década de 1980; seis, de los años noventa; y solo dos del nuevo milenio.
No están aquí todos los cuentos escritos por Padura, sino los que él
eligió para representar a su cuentística, la cual, como podrá ver el
lector, es rica y diversa –temática y expresivamente–, alimentada con la
misma savia que nutre toda la obra del autor: la búsqueda de la
autenticidad, la sinceridad, la veracidad artística y la libertad en su
sentido más amplio.
José Antonio Michelena
jamiche47@gmail.com
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