“Tengo gran fe en los locos. Mis amigos le llamarían confianza en mí mismo”
Edgar Allan Poe
Era la hora del almuerzo y Li le dijo a Boni que iba al Tong Po Laug a comprar algo de comer. Se levantó de la silla y lo dejó solo con los libros y los discos.
-Si viene alguien preguntando por mí, dile que regreso enseguida, le recordó ella mientras se alejaba.
Boni asintió con la cabeza. Había llegado temprano a la librería y tenía hambre; también le hubiera gustado comprar comida en un restaurante pero no tenía dinero; era temporada baja y lo que ganaba apenas le alcanzaba para sobrevivir. Y para colmo, la policía había instalado cámaras en las puntas del boulevard del Barrio Chino, y jineteras y turistas habían emigrado a lugares más seguros…
Al rato, vio salir a Li del Tong Po Laug con un plato humeante en la mano: había comprado una paella. En la medida que la joven se acercaba, él sintió el olor de la comida y la boca se le llenó de saliva; esperaba que le brindara. Detalló en el color amarillo de los granos, y el verde chamuscado de los vegetales. Identificó los frijolitos chinos; le gustaban los frijolitos chinos. Descubrió un camarón encumbrado en medio de la montaña de arroz; era un camarón solitario, ovillado, que le daba un aire apetente y majestuoso al plato. De buena gana, hubiera metido la mano y engullido el camarón. Pero no hizo nada; se quedó en silencio, sufriendo con los efluvios de la comida y tragándose su propia saliva.
-Mira, dijo Li, y señaló con el tenedor al camarón solitario. ¡Qué bonito!, agregó ella.
-Sí, respondió Boni.
-Lo voy a dejar para último, dijo Li. O mejor no; lo voy a dejar en el plato. A ver si es un camarón encantado y nos trae algo bueno ¿Qué tú crees?
-De acuerdo, dijo él y contempló con envidia al camarón solitario.
Boni dejó de pensar en la comida y miró para la entrada del boulevard. La gente caminaba hurgando con la vista en los restaurantes; los porteros le mostraban las cartas y pregonaban las ofertas. Frente a la librería uno hacía un pregón que a él particularmente le desagradaba: suplicaba que el Tong Po Laug era la Bodeguita del Medio del Barrio Chino y que ahí la cerveza costaba más barata. Aquí el turista puede hacer lo que desee, concluía el hombre. Ahora Li comía más despacio; ya había devorado una buena parte de la montaña de arroz con vegetales. Y aunque Boni se entretenía mirando a la gente que entraba al boulevard, de vez en cuando se fijaba en la paella. El camarón seguía intacto pero siempre en otra posición; por su cuenta, le había dado unas cuatro vueltas al pozuelo. Una de las veces que miró, Li lo sorprendió; ella también estaba preocupada, sabía que él tenía hambre; era posible que hubiera salido de su casa sin haber probado bocado alguno.
-No te preocupes, Boni, te voy a dejar algo; yo no puedo con todo esto. Pero no te comas el camarón, sabes. Creo que es un camarón encantado y nosotros necesitamos suerte, dijo ella.
Él estuvo de acuerdo. Se alegró de que Li lo tuviera en cuenta. Con la noticia, las tripas le empezaron a hacer un ruido aparatoso; pero lo peor era que no podía comerse el camarón. No importa, se dijo; algo es algo; y dejó de preocuparse por la comida.
Li le extendió el plato. Boni comió con apetito. Cuando terminó, tuvo intenciones de tragarse el camarón; pero en ese instante se percató de que había cambiado de color. Recordó que al principio tenía una tonalidad rosada, salpicada de blanco, y ahora había alcanzado un rojo intenso como escarlata.
-Mira, le dijo sorprendido, y apuntó al camarón igual que había hecho ella.
-¿Qué?, respondió la joven.
-Mira como ha cambiado de color, dijo él.
-¿El qué?, dijo Li.
-El camarón, dijo Boni.
-No le veo nada extraño; está igual, aseguró ella y viró la cara.
Boni no insistió. Pero en la medida que miraba al camarón, su nuevo color se hacía más intenso y hasta notó que se había movido. ¿Qué le estaba pasando? ¿Se le estaría inclinando el tejado, como le gustaba decir a su amiga Svetlana la rusa? Luego pensó que no le contaría a nadie lo sucedido; jamás lo entenderían; la gente ordinaria podría imaginar que era una alucinación. Pero él estaba convencido de que sentía algo diferente, era como si flotara o lo invitaran a viajar a otros lugares. Entonces miró a Li y se sorprendió aún más: podía ver las cosas que su compañera estaba pensando. ¿Qué es esto?, se dijo. La única respuesta que encontró fue que el camarón lo había conducido al cerebro de la joven. Todo podía suceder con el encanto de un camarón, pensó finalmente.
-¿Te pasa algo?, dijo Li.
Boni dejó de mirarla; se sentía mezquino al saber que podía conocer su pensamiento.
-No, respondió y se fijó en el portero del Tong Po Laug.
Tampoco quería saber qué pensaba aquel sujeto vestido de amarillo y con un sombrero cónico, pero se horrorizó al ver la poca capacidad que tenía: en su cerebro fluían sólo un par de ideas. Y lo más alarmante era que tardaban demasiado tiempo en reaccionar. Boni encontró que tenía la masa encefálica verde como si estuviera podrida. Y él había aprendido en la escuela que la materia cerebral se componía de gris y blanca. ¿Cómo era posible que la tuviera de otro color? De pronto, en la mente del portero afloraron billetes; era como si se mostraran ante un proyector. Boni dirigió la vista hacia donde él estaba mirando. Reparó que se fijaba en los transeúntes que entraban al boulevard. ¿Qué bárbaro?, pensó y llegó a la conclusión de que el portero asociaba a la gente con alguna moneda. Supuso que su capacidad no sobrepasaba la de un chimpancé y sintió un poco de lástima por él. Pero a Boni le hubiera gustado que lo mirara, le encantaría saber qué tipo de dinero le correspondía. Seguro me ve estampado en pesos cubanos y para más detalles en billetes de a uno, pensó; y le resultó graciosa y a la vez patética aquella ocurrencia.
Hacía rato que había terminado con la paella. ¿Qué hago todavía con esto?, se dijo Boni al ver el pozuelo. Miró hacia el piso; buscó donde colocarlo. Se decidió por un rincón, al pie de la vitrina de los relojes, ahí estaría resguardado del paso de las personas; también era difícil que algún animal, con más seguridad los gatos, se acercara al camarón. Después inclinó la cabeza sobre la mesa donde exhibían los discos; se sentía amodorrado. Más tarde percibió que un hilillo de baba le colgaba de la boca y le caía en el regazo. Se quitó los espejuelos y se pasó la mano por la cara. Creyó haber dormido unos quince o veinte minutos; ya eran casi las dos. Ahora la gente salía de los restaurantes y se detenía en la librería. Había comprobado que en ese horario los turistas compraban libros del Ché y la Revolución; y los cubanos, horóscopos y folletos de santería. Casi siempre, hacía buenas ventas.
Más consciente del instante, se fijó en Li y la vio atareada vendiendo discos. La joven despachaba y a la vez no le quitaba la vista de las manos a los clientes. Habían sido rodeados por un tumulto de personas. Los nuevos ricos, el hombre nuevo que sale a caminar La Habana las tardes de domingo, le gustaba pensar. Boni se irritó con la bulla que hacían; tomaban los CD; preguntaban a gritos los precios y discutían cuál era el mejor. Entonces recordó al camarón. Miró para el pozuelo y lo vio en el mismo sitio. Se alegró: seguía fosforescente como al principio pero ahora el brillo contrastaba con la penumbra del rincón. Sonrió para sí. Se propuso indagar qué pensaba aquella gente insulsa. Dirigió la vista al grupo y entró y salió de sus cabezas. Vio más o menos lo que suponía: en unos, fragmentos de películas; en otros, conciertos de música, documentales del Discovery Chanel…; pero en la mayoría no encontró absolutamente nada, permanecían con la mente en blanco como si no existieran.
Hasta ese instante, habían tenido buena venta de discos pero no de libros. Boni empezaba a preocuparse; era probable que ese día no ganara dinero. Un rato después se animó al ver a un par de turistas; por el idioma supuso que eran alemanes. Andaban sucios y con peste a sudor. Esperó a que se detuvieran frente a la librería. Se acercó a ellos y le hizo la pregunta de siempre:
-¿Puedo ayudarlos en algo?, dijo.
De momento los hombres no reaccionaron; estaban concentrados mirando unos pósteres del Ché. Boni repitió la pregunta.
-¿Sí?, dijo uno de los hombres.
Entonces él señaló los libros.
-¡Oh!, no, no, dijo el hombre y se quedó mirándolo serio. No, repitió; pero esta vez en un tono áspero.
Boni no se molestó. Se fijó en el camarón y se propuso entrar en la cabeza del turista que había hablado, quería conocer cómo pensaban los extranjeros. Son personas igual. También se cuestionó que viajaban por el mundo. Entonces tienen que ser diferentes. Con mayor interés, se coló en la mente del turista. Primero observó su pelo rubio casi blanco y amelcochado como si hiciera días que no se bañara. Sintió una peste similar a la del Barrio Chino cuando se reventó la cañería de los restaurantes. Después se estableció en uno de los hemisferios del cerebro del hombre. Tenía esperanzas de encontrar imágenes con los encantos de la ciudad como proponían los anuncios publicitarios; en cambio, no vio nada en concreto; más bien tropezó con un cúmulo de ideas que no logró comprender: estaban en alemán. ¡Qué malo!, exclamó. Sin embargo, al contemplar una medalla de la vitrina, el turista pensó algo que Boni sí entendió: Ich haben hunger, se dijo el hombre. Yo también tengo hambre, se dijo él.
Todavía apesadumbrado, vio alejarse a los alemanes sin que compraran nada. Acto seguido, entraron en la Parrillada, el restaurante vecino de la librería. Boni se alegró; creía que ese sitio diseñado como un comedor obrero era el lugar ideal para aquellos imbéciles.
Ya era media tarde y El Barrio Chino se mantenía tranquilo; sólo los niños de los alrededores correteaban por el boulevard. Boni pensó que la gente estaba perdiendo el hábito de leer. El mundo cambia, se dijo con nostalgia. Entonces recordó a los alemanes. Sintió desprecio por ellos. Igual recordó que se habían fijado en los pósteres del Ché. Él también los miró. Tuvo curiosidad por conocer el pensamiento del Ché. Se decidió a hacer la prueba y escogió la famosa foto de Korda que había recorrido el mundo. Pero no encontró ninguna idea: todo se mantenía en blanco y negro. Repitió la operación. Creyó que había perdido el encantamiento y se sintió frustrado. Después, más tranquilo, pensó que los camarones encantados no penetraban la mente de los muertos. ¿Si otra persona ha sido encantada y descubre que pretendo conocer la intimidad de un héroe?, se preguntó. Con disimulo observó a su alrededor pero nadie se fijaba en él; sólo Li se había vuelto para mirarlo.
-Esto está malo, dijo ella y dirigió la vista hacia los libros.
Boni no respondió. No le gustaba esa frase. Renegaba de Niurka, la florera, que entraba al boulevard lamentándose: esto está malo, era su bocadillo de presentación.
-Te pareces a Niurka, dijo él y sonrió.
Li le devolvió la sonrisa.
Los pajaritos del boulevard chillaban al mismo tiempo como en un gran concierto: la pajarera era una sinfonía anárquica, pensaba Boni.
-¿Qué hora es?, le preguntó a Li.
-Seis menos diez, respondió ella.
Entonces Boni miró al camarón y se dio cuenta de que los pajaritos entonaban melodías nostálgicas; como si recordaran el lugar de donde los habían traído. Sintió deseos de romper las jaulas, pero desistió. Se fijó en uno que permanecía en silencio, taciturno, y quiso ver qué pasaba por su cerebro. Paradójicamente era el más alegre. Se entretenía analizando su condición de pájaro prisionero; se alegraba de estar en una jaula segura donde todos los días un empleado le echaba comida; se había convencido de que era peligroso vivir en libertad. Si salgo de aquí me comen los gatos, se repetía el pajarito como si concibiera una consigna. Boni lo aborreció; recordó momentos pasados de su vida. Entonces miró para encima de la pajarera y vio dos gatos; parecían familia; eran blancos con pintas negras. Uno estaba tirado sobre el latón que hacía de techo en forma de pagoda; se lamía una pata y se la pasaba por la cara. A veces cerraba los ojos y dormitaba. El otro estaba sentado sobre las patas traseras. Boni entró en la cabeza del primero. El animal se entretenía contemplando imágenes que él mismo inventaba:
Infinidad de gatos sentados sobre el muro del Malecón miraban el horizonte como si buscaran algo perdido. A menudo saltaban sardinas del mar y caían directamente en sus bocas. Los pescadores habituales, envidiosos, intentaban abrirse paso entre la multitud de gatos pero ellos no lo permitían. Cada vez que uno se acercaba cerraban filas. Boni tituló esa ensoñación: Rebelión felina. Y le agradó que aquel animal insignificante estuviera inmerso en semejante delirio. El otro gato estaba concentrado en los pajaritos. Se imaginaba que los cazaba en el aire como si fuera un tigre volador. Boni no le dio mucha importancia a aquel espejismo; le pareció pedestre. Muchas veces, había pensado que él era como los gatos; le encantaban los mariscos y también era huraño, y se había imaginado subido en los tejados.
Más tarde, casi al anochecer, vio a América y a Caridad que entraban juntos al boulevard. Conversaban. Se fijó en el hombre y pensó que no era un negro común; se le pareció a un abisinio con la barba hirsuta. Caridad miró para la cámara que la policía había instalado frente al restaurante Pacífico. La mujer se le acercó a América y le dijo algo al oído. Boni vio cuando él guardó en el bolsillo del short pant dos cajas de cigarros Malboro. Después, ya frente a la librería, lo saludaron: América le puso la mano en el hombro y Caridad lo besó muy cerca de los labios.
-¿Cómo va la cosa?, dijo América.
-Normal, respondió y miró el camarón.
-¿Qué hay, nene?, le dijo Caridad.
Esta vez, Boni no habló, se limitó a mover la cabeza: ahora que estaba encantado podía saber qué sentía ella cuando cerraba los ojos y gemía debajo de él. Pero en ese momento, prefirió entrar en la mente de América. Al principio se sintió confundido; después se fue adaptando a su dualidad de pensamiento. Pensamiento binario, se dijo, y comenzó a saltar de una idea a la otra: son of a bicht, y al mismo tiempo, hijo de puta, pensó América mientras se veía por una calle de Manhattan y una de Centrohabana a la vez. El hombre combinó marihuana con campanilla, güisqui con ron, automóviles a una velocidad aparatosa con bicitaxis que subían lentos por San Nicolás; el amotinamiento de la cárcel de Atlanta con el andar cansino de algunos habaneros. América también pensó en Boni: lo asoció con un sacerdote de una iglesia católica de Queen; con un sargento de la Armada; con un Jonqui de North West Harlem; con un usurero de Greenwihg Village; con un anacoreta de la rivera del Hudson; con un violador de Central Park… Boni se alegró de que al pensar en él, América rompiera su binarismo habitual y lo asociara con semejante multitud.
-¡Qué bien, América!, dijo y le dio una palmadita en el hombro. Uno de estos días nos vamos a beber una botella de ron.
Poco después, las guirnaldas de los restaurantes hacían brillar el boulevard; comenzaba el horario de comida y de nuevo el movimiento. Ahora sí debo vender algo, se dijo Boni, y quiso estar preparado para ajustar los precios con los clientes. Miró al camarón; esta vez durante un rato más largo, consideraba que así le duraría más el encantamiento. Pero nadie se acercó a la librería; los transeúntes pasaban y miraban y se colaban en alguno de los restaurantes; después salían hurgándose los dientes; y la mayoría llevaba para la casa bolsas con los restos de la comida. Durante ese tiempo, casi cuatro horas, Boni penetró infinidad de mentes.
Eran casi las once cuando se recostó en la silla y cerró los ojos. Boni vio un montón de estrellitas que aparecían y desaparecían.
-¿Te sientes mal?, le dijo Li.
-No, respondió él.
-Vamos a cerrar, propuso ella.
Boni se levantó y se quedó un rato de pie. Estiró el cuerpo. Después miró para el pozuelo pero lo vio vacío.
-¿Y el camarón?, dijo.
Li se sobresaltó; lo miraba asustada.
-No sé, dijo ella.
Boni recogió el pozuelo y se lo acercó a los ojos. Cuando se cercioró de que el camarón no estaba, sintió una soledad inmensa; era como si hubiera perdido a un amigo entrañable. ¿Había sido nuevamente abandonado? ¿Sería posible que todos sus amigos, incluyendo el camarón, se fueran? Ahora, para colmo, tampoco podría saber qué pensaba Caridad mientras él le hacía el amor. Entonces vio a la perra Canela echada sobre la acera; lo miraba con la cabeza inclinada y había abierto la boca como si sonriera. ¡Caramba!, dijo, y se lamentó de que no hubiera venido cuando estuvo encantado; a él le hubiera gustado conocer qué pensaba aquella perra. Boni creía que era bonita, aunque tenía los ojos tristes. Se agachó junto a Canela; también sonrió, y se quedó un rato acariciándole la cara.