Dazra Novak (La Habana, 1978)

Dazra Novak (La Habana, 1978). Narradora. Licenciada en Historia por la Universidad de La Habana. Egresada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Premio Pinos Nuevos 2007 por el libro Cuerpo Reservado (Cuento, Ed. Letras Cubanas, 2008). Premio David y Premio Especial Cabeza de Zanahoria 2007 por el libro Cuerpo Público (Cuento, Ediciones Unión, 2009). Premio UNEAC de novela Cirilo Villaverde 2011 por Making of (Ediciones Unión, 2012). Cuentos suyos aparecen en numerosas antologías, entre otras: Como raíles de punta (Ediciones Sed de Belleza, 2013, selección, prólogo y notas de Caridad Tamayo Fernández), Ladrón de niños y otros relatos (Premio Iberoamericano de cuento Julio Cortázar, Letras cubanas, 2012), Hasta Feldading no paro y otros relatos (Premio Iberoamericano de cuento Julio Cortázar, Letras cubanas, 2011). Es autora del blog Habana por dentro y columnista de las revistas digitales Cuba Contemporánea y Cubahora, en las respectivas secciones personales Letra de molde y Una palabra.

Dazra Novak - Foto Beatriz Verde Limón (2)

ALGUIEN SE HA ROBADO LOS CACATILLOS; Por: Dazra Novak

ALGUIEN SE HA ROBADO LOS CACATILLOS

Yo sabía desde el principio que iba a salir bien y mal al mismo tiempo, porque algo en ella me recordaba a mi madre, lo raro es que no se parecen en casi nada, pero eso es algo que no intento explicarme. Ya no. Todo eso fue cosa de unos segundos, mientras yo hacía mi entrada y me acomodaba en el butacón. Al principio había gente que entraba y salía, también estaban los niños, sus hijos, o mejor dicho, el niño y la mujercita, que esa chiquita está grande y con unos ojos caramelos de miel que cualquiera con gusto se comería de un bocado. El niño venía del baño en ese momento y, como un pequeño autómata, fue directico al televisor y volvió a agarrar su mando a distancia, inalámbrico, esas porquerías de la tecnología moderna que le recuerdan a uno de manera tan grosera que el tiempo ya pasó. La amiga de la hija, una regordeta con cara de buena gente, se sentó al lado del niño y agarró el otro mando.

—Robertico —le dijo ella—. Pon la pausa y saluda a la muchacha.

El niño me dio un beso casi sin mirarme, de lo concentrado que estaba, y se fue de regreso a su juego. Sobre la mesita había un paquete de caramelos abierto y yo agarré uno. Había pasado todo el día sin comer, de modo que lo metí en mi boca con cierto desespero, comencé a doblar el papelito, a estrujarlo, hice un acordeón, luego un barquito, una bolita. Me enfrasqué tanto en el ruido del papelito que casi me atraganto. Quizás sea que guardo cierta reserva hacia los hijos de los psiquiatras. No sé. Sonó el teléfono y yo, por instinto, aproveché para mirarla, su manera de reaccionar, lo que decía con el cuerpo y la inflexión de su voz. Traté de imaginar lo que estarían hablando del otro lado. Ella hizo una pausa breve para decirle a la niña que se ocupara de mí. Que me atendiera.

—¿Quieres agua o algo? —dijo la muchachita con un desenfado del carajo.

—No, así estoy bien —le contesté tratando de lucir lo más natural posible. Pero no me recosté al espaldar, no, me quedé sentada en el borde del butacón, lista para salir corriendo si fuera necesario.

Era una de esas casas donde la gente entra y sale a su antojo. Había ropas sobre el sofá, una chancleta en una esquina de la sala. Lo de menos era que cada quien estuviera en lo suyo. Era lo de menos. No había que ser demasiado inteligente para darse cuenta de que allí la gente era feliz, coño, y eso me ponía nerviosa. Eran demasiado blancos. Demasiado sanos. Se movían con esa libertad privilegiada de quien sabe y no lo dice.

—No, té no, gracias, a mí lo que me gusta es el café —le respondí en una de esas a la regordeta amiga de la hija.

El juego era una estupidez. Unos muñequitos que se ponían felices o tristes, o locos de la risa y tenían que atrapar los globitos colgantes con la puntuación necesaria para salvar ese nivel y llegar al siguiente. Boberías de la modernidad. Eso.

—Ayer se robaron la jaula con los cacatillos —me dijo ella al colgar el teléfono—. Hoy estamos en duelo familiar.

La amiga de la hija siguió hasta la cocina y me alegró saber que había puesto la cafetera a colar porque yo no había tomado café en todo el santo día. Pero no me recosté al espaldar de la silla del comedor, adonde nos habíamos movido para trabajar con más comodidad, no, yo quería mirarla de frente mientras leía. La voz se le puso ronca y yo le alcancé mi pomito de agua para que se refrescara la garganta, pero ella no lo necesitaba, no, es que su voz es así, como la de un adolescente acabado de despertar. Nunca más regresé a aquella casa pero días más tarde, repasando ese momento, llegué a la conclusión de que lo que ha escrito no puede entenderse con otra voz que no sea la suya, ronca, desafinada, una voz de resaca. Y eso que no presté mucha atención a aquella lectura, es que, lo juro, algo me recordaba tanto a mi madre. Oí a la hija que hablaba por teléfono y le contaba a alguien lo de los pájaros. Qué fastidio. No me gustan los pájaros en jaula, estuve a punto de decirle, pero me pareció de poca educación interrumpir la lectura. Al fin y al cabo, sabrá Dios la suerte que habrán corrido los bichos. A lo mejor se los comieron, o los botaron para vender la jaula, o los vendieron con todo y jaula.

—Me gusta el café con mucha azúcar —dijo al terminar de leer el primer cuento y alzar la taza humeante que la hija, con sus ojos de caramelo, había colocado frente a ella—. En realidad me gustan mucho las cosas dulces.

Aparté la vista. Ya no tenía el papelito para estrujar porque la hija se lo había llevado a la basura cuando nos trajo el café. Ahora volvió la amiga de la hija a jugar con el niño el juego de los animalitos felices.

—No entiendo este juego —oí que dijo la amiga de la hija y el niño se burló.

—Te voy a ganar —le dijo el chiquillo, sonrió y le vi un lunarcito en medio del cachete, tan bello como el de su madre.

Volvió a sonar el timbre del teléfono. De esta manera no llegaremos a ninguna parte, pensé. Ella hablaba con alguna amiga o compañera del trabajo y en su ternura creí confirmada mi sospecha. Le dijo que estaba ocupada, que más tarde la llamaba y que se habían robado los cacatillos. Hizo una pausa para dejar que la otra expresara su conmoción por la noticia. Evidentemente los bichos eran muy queridos en aquella casa. Ella sabía que yo la estaba mirando, cómo no iba a saberlo. Un rato antes, cuando nos inclinamos sobre la hoja impresa se habían rozado un poco nuestras manos y me di cuenta de que llevaba las uñas cortas, eran anchas y encajadas en la carne, con dedos nudosos y eso no falla, eso indica gran apetencia sexual, según Nathaniel Altman en su manual de quiromancia.

—Eres una romántica empedernida —le dije—. Se nota en tus cuentos.

Ella se sonrió, tan bonito. Proseguí hablándole de los peligros de una adjetivación excesiva, de los lugares comunes y las frases hechas, del falso sentimentalismo que no era su caso pero ella me miraba y algo en sus ojos cambió. No era precisamente un reproche sino que agachó la cabeza un poquito, en un gesto donde el cuello se inclinó hacia adelante como si quisiera meter su cabeza en el hueco de mis pensamientos. Sus ojos se volvieron más negros aún, redondos, con una profundidad rayana en la locura. Traté de concentrarme en el lunar de su cachete, tan bello, pero sus ojos no dimitían, parecían un felino esperando el momento oportuno para lanzarse sobre el pajarito, ese segundo en que ya no habrá escapatoria para el animalejo indefenso.

—¿Quieres jugo de guayaba? —dijo esa voz que la providencia había ordenado hablar para bien del animalito. Era la madre de ella, una señora con el pelo muy corto y completamente blanco, con labios prominentes y cara de felicidad. Coño, ¡acaso aquí todo el mundo es feliz o qué cojones les pasa!, grité para mis adentros.

Asentí aliviada. Me tomé el jugo cual si me pusiera un traje anti radiaciones, me montara en el batimóvil o diera mi mano con uno de los salvavidas del Titanic. El vaso estaba embarrado por fuera y me chupé los dedos despacio y le hablé de la diferencia entre escribir un diario que se supone que nadie más va a leer y escribir un cuento que es, en ese sentido, todo lo contrario. También le dije que debía aprovecharse, escribir una cosa como si escribiera la otra. Ella me escuchaba ahora con suma atención e iba anotando en el reverso de la hoja con esa letra de médico que es imposible de entender.

—Me voy a casa —dijo la amiga de la hija con su pelo hirsuto recogido en un gracioso moñito—. Regreso más tarde para bañar a Robertico.

—¿Con agua caliente? —preguntó el niño sin dejar de jugar.

—Con agua caliente —respondió la regordeta con ese énfasis de quien es tan buena gente que llega un momento en que hace los favores sin que se los pidan.

La hija despidió a la amiga, llegó hasta nosotras y, con los brazos en jarra, dijo que aún no conseguía Jacques le fataliste et son maître, que su profesora de Hermenéutica aconsejaba leer en francés pero esa novela de Diderot solo aparecía en español, que entre el francés, la universidad y para colmo ahora sin los cacatillos de esta sí que se volvía loca. Algo que yo pasé por alto en su discurso hizo que sus ojitos de caramelo se abrieran en la sonrisa más feliz que yo haya visto en mi vida, digo, hubo algo gracioso porque estalló en una felicidad descomunal que la llevó a reírse compulsivamente. Después se rió la madre. Después se rió la abuela, que había acabado de sentarse en el butacón de la sala y había encendido un cabo de tabaco. Después, para mi propia sorpresa, me reí yo. Me reí sin saber de qué coño me reía, me reí a carcajadas y cuando me invadió esa calma neutral de sentirme en casa supe que ya todo estaba perdido. Me reí hasta que la muchachita cerró tras de sí la puerta de su cuarto y fue como si el director de la orquesta hubiera dicho vamos a coda y yo la única estúpida que no lo escuchó. Por suerte ella pasó por alto el incidente. Comenzó a leer otro texto, mucho más poético que el anterior y dedicado a su compañero inseparable de toda la vida, el sofá de su casa.

—¡Mamá! —gritó Robertico—, ¡tráeme agua!

—Roberto Manuel, mamá está ocupada, vas a tener que levantarte y buscarla tú mismo —dijo ella interrumpiendo la lectura mas sin perder la paciencia, ni molestarse, ni gritar, ni nada de eso que hacen las madres normales.

En ese momento alguien se asomó a la puerta. Ella se levantó y fue a hablar con la persona que había llegado. Imagino que lo despachó cortésmente argumentando que trabajábamos, porque yo aproveché y traté de entender su garabato histérico pero este resultaba indescifrable para mí. No sabría decir si eran apuntes sobre sus textos, sobre mis humildes consejos o tantas ganas de que fueran apuntes sobre mí. Cuando desisto por fin la escucho decir:

—Se los robaron anoche. Eso es señal de que tendremos que poner candado en la reja del jardín.

Venía caminando y sonriendo acaso con todo su cuerpo de cuarentona feliz. La falda se contoneaba para acá y para allá. Al sentarse dobló una pierna por debajo de la otra, como si fuera una chiquilla, y ofreció una disculpa por tantas interrupciones.

—¡Mamá! —gritó Robertico—, ¡tráeme agua!

—Robertico, ya te dije que mamá está ocupada. ¿Qué pasó con tus piececitos? Ve a buscarla tú solito mi amor.

Qué cosa tan dulce. Qué cosa. Le dije que el lector es cosa seria, que no hay que subestimar su inteligencia, no es preciso explicarlo todo pero tampoco dar estas sorpresas al final, vamos, ¿el sofá de la casa? ¿seguro que era eso lo que quería contar? Vamos, que para hacer reír a los amigos estaba bien pero un cuento es otra cosa, doctora. Y sin embargo creo que esta vez se me había ido la mano, porque volvió a enfocarme con toda la negritud de sus ojos redondos, como si estuviera descubriendo una de esas voces que a menudo tengo en la cabeza y me dicen por dónde debe agarrar el cuento o por dónde no. Si hubiera sido un perro guardián que me sorprendía en el jardín de la doctora robándome los cacatillos no me habría asustado tanto aquella mirada suya. Más que atención eran como un acecho depredador, ¿a quién te crees que engañas con ese cuento? Así debían de ser sin dudas los ojos de un narrador omnisciente y todopoderoso.

—¡Mamá! —gritó dulcemente Robertico, ese niño tan lindo y oportuno—, ¡tráeme agua!

—Te dije que la buscaras tú.

Prosiguió, ahora sin mirarme, con aquellas anotaciones ininteligibles para mí. Escribió mucho. Cada segundo pasaba como el golpe seco de un mortero y yo no sabía qué era peor, si su mirada o su silencio. Llegué a pensar que estaba escribiendo un cuento. Quizás uno donde yo era la paciente, una esquizofrénica de esas que es preciso internar cuanto antes para evitar que cometan algún perjuicio contra sí mismas o contra la humanidad. Su mano se movía con la seguridad de quien ha firmado muchas órdenes de ingreso.

—Robertico —dice con su voz ronca pero llena de una dulzura tan empalagosa que me hacía temblar—, ¿qué pasó con el agua? ¿acaso no tenías sed? No te he visto ir a la cocina.

—Ya voy mamá —respondió Robertico.

Ella bostezó, siguió rebuscando entre sus papeles y se dispuso a leer otro cuento. Desvié la mirada pero entonces lo que no me entraba por los ojos me entraba por los oídos, porque susurraba, no leía en voz alta, sino que me susurraba el cuento al oído en una tarde nublada, las dos en la penumbra del cuarto y de un plumazo que me recordara a mi madre ya no me molestaba tanto, era como si mi aberración hubiera encontrado un acomodo feliz en el argumento, no una solución al conflicto, mejor digamos que otra posible lectura, una lectura que me erizaba el mismísimo espinazo hasta vaya a saber dónde.

—¿Y entonces? —me tomó por sorpresa.

Le dije que tenía talento para la poesía. Me encantaba eso de que fueran dos personajes femeninos. Me encantaba. Ella recostó el bolígrafo a la comisura de sus labios, lo cual demostraba que estaba sopesando mis frases y eso me hizo sentir orgullosa. Tuve la sensación de que hasta la vieja me estaba escuchando entre chupada y chupada de su cabo de tabaco. Robertico había puesto la pausa al juego de los animalitos felices y se había ido a la cocina a tomar agua. En toda la casa lo único que se escuchaba era mi voz. Solo hubieran podido competir conmigo los cacatillos, pero esos ya no estaban, de modo que me di gusto diciéndole que no estaba mal ser un poco atrevida narrando ciertas cosas del cuerpo, que a veces es preciso narrar como si nadie estuviera mirando, como si uno se hubiera dejado hipnotizar y ya no quedara más remedio que contarlo todo.

-¿Lo has hecho alguna vez? –le pregunté.

Se encogió de hombros y aquello quería decir claro que sí, pero eso es algo que no se puede hacer sin el consentimiento del otro, digo, es preciso que la otra persona se deje. Ya eso yo lo sabía pero quería escucharla de todas formas. En ese momento el niño se acercó a la mesa. Que si las pruebas finales, dijo. Y mi madre se inclinó sobre mi libreta, de modo que nuestras caras quedaron tan cerca que al volver mi mirada hacia ella rocé levemente sus labios. Esta vez no se apartó de mí con el horror clavado en el rostro, sino que sonrió dulcemente, como lo hacía antes.

-¡Qué lindas! –exclamó el niño mirándonos y hasta él mismo parecía sorprendido por su frase, porque ladeó la cabecita sonrojado.

Yo no dije nada, pero ella sí.

Ella dijo:

-Gracias… mi amor.

Y le abrió los brazos. Al acercarse las caras sin querer tropezaron y aquel besito torpe se lo dieron en la boca. Ambos rieron sin dejar de abrazarse. Después rió la vieja. Después rió la muchachita, que había asomado la cabeza para saber de qué iba aquel barullo. Después reí yo, o quizás no, nunca sabré si aquello fue risa, digo, me pareció que yo lloraba a la misma vez.

Dazra Novak

JOSÉ ANTONIO MICHELENA GUTIÉRREZ (Jaruco, 1947)

Editor, narrador, crítico y periodista. Premio Ateneo de Teoría y Crítica Literaria (2005), Premio de la UNEAC del I Concurso Internacional de Minicuentos El Dinosaurio (2006). Ha publicado Algunos pelos del lobo. Jóvenes poetas cubanos (Instituto Veracruzano de Cultura, 1996) y La crítica literaria cubana entre el fuego de dos siglos. (Ed. Matanzas, 2010). Incluido en las compilaciones narrativas El último público (Ed. Unicornio, 1999), Historia soñada y otros minicuentos (Ed. Luminaria, 2005), Nota de prensa y otros minicuentos (Ed. Cajachina, 2006). Editor de las revistas académicas Anuario L/L de Estudios Literarios y Anuario L/L de Estudios Lingüísticos (1999-2010). Miembro del Consejo editorial de la revista Surco Sur, de Tampa, Florida. Colaborador de la corresponsalía cubana de la agencia Inter Pres Service (IPS) desde 1999. Ha publicado textos literarios y periodísticos en libros y revistas de Cuba, España, Inglaterra, México y Estados Unidos.

Su último trabajo ha sido la edición y corrección de Mural de poesía cubana; desde sus orígenes hasta el vanguardismo. Ediciones La Palma, Madrid 2014.

José Antonio Michelena, editor de “Mural de poesía cubana”

La Habana, ciudad de ventanas rotas

El tema, por más que recurrente, sigue como una herida que no cierra: en la capital cubana, la basura es una presencia que duele, irrita, agrede y desafía, ya no solo a la disciplina y las costumbres, sino a la salud, la belleza, la ética, la moral. El crecimiento indetenido de los basureros nos hace pensar en la teoría de las ventanas rotas, la que vale la pena recordar a unos y mostrar a otros.

Philip Zimpardo, profesor de la Universidad de Stanford, Estados Unidos, realizó en 1969, un experimento de psicología social: situó dos autos idénticos en dos espacios muy distintos: uno en el Bronx, Nueva York; y el otro en Palo Alto, California. El primero, fue canibaleado en muy poco tiempo, mientras el segundo permanecía intacto una semana después.

Entonces el experimento pasó al capítulo siguiente: el investigador rompió una ventanilla del auto abandonado en el barrio de ricos californianos y como consecuencia, a las pocas horas, se desató un similar proceso de vandalismo al ocurrido en el barrio de pobres neoyorkinos.

La ventanilla rota del auto abandonado envió un mensaje que se extendió rápidamente y caló en las personas, quienes asociaron desinterés, deterioro, despreocupación, desidia, abandono, ausencia de orden, ideas que encadenan reacciones de indisciplina social, de violación de códigos morales, de normas de conducta ciudadana, un proceso que crece con cada nueva acción vandálica.

Partiendo de ese experimento, James Q. Wilson y George Kelling desarrollaron la teoría de las ventanas rotas enfocada en el aspecto criminológico con la conclusión de que en contextos de desorden, suciedad y abandono, el delito aumenta, se dimensiona sistemáticamente.

Citando a Daniel Eskiber, cuyo texto hemos utilizado de fuente, “Si se rompe un vidrio de una ventana de un edificio y nadie lo repara, pronto estarán rotos todos los demás. Si una comunidad exhibe signos de deterioro y esto parece no importarle a nadie, entonces allí se generará el delito.

Si se cometen ‘pequeñas faltas’ (estacionarse en lugar prohibido, exceder el límite de velocidad o pasarse una luz roja) y las mismas no son sancionadas, entonces comenzarán faltas mayores y luego delitos cada vez más graves”.¹

Sobre la base de esas enseñanzas, las autoridades de Nueva York implementaron programas de saneamiento social desde los años 1980, los cuales tuvieron continuidad en otros programas más radicales en la década siguiente. La estrategia consistía en crear comunidades limpias y ordenadas, en no permitir transgresiones a la ley y a las normas de convivencia urbana. Nueva York se tornó más limpia, más ordenada, pero también menos violenta, más segura.

El resultado fue un notable decrecimientoen todos los índices criminales de la ciudad. El decrecimiento del crimen en Nueva York en relación con la teoría de las ventanas rotas no dejó de tener críticas discrepantes, en tanto –dijeron los críticos– no se tomaron en cuenta muchos factores ajenos a la misma que incidieron –o pudieron incidir– en las estadísticas.

Pero lo que nos importa para nuestro análisis no es el aspecto criminal, sino la metáfora de las ventanas rotas en las comunidades habaneras.

¿Cuántas veces no hemos visto como se multiplica un asentamiento marginal en un abrir y cerrar de ojos? Lo mismo ha sucedido con muchos otros fenómenos sociales que han tenido lugar en la capital cubana y en la isla, tantos que enumerarlos haría una lista infinita.

El enorme crecimiento de los basureros en La Habana confirma cabalmente la teoría de las ventanas rotas. Cuando el ciclo de recogida es violado por la empresa de servicios comunales la basura desborda los tanques colectores, se extiende en todas las direcciones y el sitio se convierte en basurero, un espacio que envía mensajes de desorden y abandono hacia la comunidad.

Pero el crecimiento de los basureros en las comunidades no solo es achacable a la inconstancia de los servicios comunales, sino que se relaciona con la desidia de otros organismos del Estado. Ante el desamparo institucional, irrrumpe la indisciplina social, se quiebran las normas de convivencia, aumentan “las ventanas rotas”.

La impunidad con la que los buzos actúan en los tanques colectores, la misma con la que se vierten escombros, ramas y objetos impropios, es una de las causas esenciales para el desarrollo desmesurado de los basureros; si no hubiera esa tolerancia hacia el desorden, la historia fuera otra.

Quien se tome el trabajo de recorrer los municipios habaneros, encontrará basureros en todas partes, aunque en algunos barrios su detestable presencia es más señalada porque la negligencia institucional es mayor: mientras que en algunas zonas se recoge la basura diariamente, en otras puede demorar muchísimo; mientras que en algunos lugares los tanques son nuevos, en otros son viejos, rotos e insuficientes. ¿Qué mensaje se envía hacia esas comunidades desatendidas?

No hay que demostrar que cada basurero es una transgresión del orden, la disciplina y las buenas costumbres, una amenaza latente a la salud y un desafío a la belleza, la ética y la moral. Y cada día que pasa las consecuencias son mayores.

En algunas comunidades, las acciones de proyectos culturales han tenido éxito en el enfrentamiento a los basureros. Esa es una fortaleza que debiera ser potenciada. Una concertación de los mismos pudiera ser muy efectiva. Alguien tiene que liderar una cruzada, despertar conciencia mediante acciones concretas, y sería bueno comenzar por las comunidades más desatendidas, más vulneradas.

En su ensayo “La belleza es una necesidad básica”, la holandesa Els van der Plas, historiadora del arte, apunta que “Lo que la belleza puede traer –felicidad, esperanza, consuelo, dignidad y respeto– une a los hombres a lo largo y ancho del mundo. Cuando los hombres contemplan la belleza, se sienten vivos y sienten que, en verdad ,la vida tiene significado”.²

En el mismo ensayo, la historiadora cita al crítico teatral hindú Rustom Bharucha, quien escribió: “[e]l concepto de belleza (…) requiere ser recobrado no sólo para nuestra estética, sino también para nuestra salud”.

Y agrega la autora: “Desatendiendo la belleza, nos estamos desatendiendo también a nosotros mismos y el descubrimiento de significado en la vida”.

Desatender el incremento de los basureros es permitir que avance la agresión a la belleza con todas sus implicaciones. Cada día son más las ventanas rotas. (2014).

José Antonio Michelena

jamiche47@gmail.com

¹Daniel Eskiber: “La teoría de las ventanas rotas”, en http://www.forodeseguridad.com/artic/reflex/8090.htm

² Els van der Plas: “La belleza es una necesidad básica”, en el CD Mil y un textos en una noche, editorial Criterios, La Habana, 2006. Traducción del inglés de Desiderio Navarro.

Usted puede enviarnos sus comentarios a través del correo electrónico ips@ips.cu o déjelas directamente en nuestro sitio web:

http://www.ipscuba.net/laesquinadepadura

Sobre la Colección G. (I)

Conocí a Eduardo Heras León en los 90, cuando vivía en La Habana, gracias a un amigo que había cursado la segunda edición del taller literario Onelio Jorge Cardoso, cantera de jóvenes escritores y escritoras cubanos creada por Heras León.

Tras muchas visitas a La Habana, fue en la última Feria del Libro (febrero de 2014) cuando le contacté de nuevo, esta vez con un proyecto editorial apoyado por ediciones La Palma, tras la presentación de uno de sus discípulos en la fortaleza de la Cabaña.

Gracias a él conocí a Gilberto Padilla, director de la Colección G., con quien rápidamente se estableció un diálogo veraz. Gilberto me enseñó su proyecto: una brillante apuesta indómitamente cubana, que pretendía recoger lo mejor de quienes pasaron por el taller literario de Miramar.

La Colección G. ya existía en Cuba, solo en Cuba. Ediciones La Palma tendría el privilegio de llevarla a España y el resto del mundo. Y lo haría de una manera novedosa: con un número 0 colectivo, receptáculo de lo que vendrá después, inédito en Cuba.

Es por eso que “Malditos bastardos” reúne 10 relatos iniciales de autoras y autores cubanos que ya no son tan jóvenes, pero son la generación literaria que dará que hablar fuera de Cuba en no mucho tiempo.

Ignacio Rodríguez

Director Colección Cuba

Breves extractos dichos por un amigo lejano

JOSÉ Z. TALLET

(1893-1989)

(…) Quise en mi tiempo romper unos cuantos eslabones,

y me expresé en mi tiempo con palabras distintas,

y fui precursor en mi tiempo de lo que era diferente y contrario de ayer.

Hoy estoy solo, absolutamente solo,

y no soy de mañana ni de ayer. (…)

 Proclama

RUBÉN MARTÍNEZ VILLENA

(1899-1934)

¿Y qué hago yo aquí donde no hay nada

grande que hacer? ¿Nací tan sólo para

esperar, esperar los días,

los meses y los años? (…)

El gigante

HILARIÓN CABRISAS

(1883-1943)

(…)Esa!… La que en el alma llevo oculta;

la que no salta afuera ni se expande

en la pupila; la que a nadie insulta

en un alarde de dolor: La grande, (…)

La lágrima infinita

JOSÉ MARTÍ

(1853-1895)

(…)Mi mal es rudo; la ciudad lo encona:

Lo alivia el campo inmenso: ¡Otro más vasto

Lo aliviará mejor! –Y las oscuras

Tardes me atraen, cual si mi patria fuera

La dilatada sombra. ¡Oh verso amigo:

Muero de soledad, de amor me muero! (…)

Hierro

Cubierta_muraldepoesia

Sobre la pieza de Adonis Flores: “Pelotón”

De Tom Wolfe a la Colección G.

Adonis Flores ha transformado lo militar en pasarela. Pero –advertencia– no es el típico producto estilo Benetton. Ensayo autobiográfico sin anestesia, mirada sin parpadear en la arritmia del camuflaje, su obra parece un manual de instrucciones para anarquistas/nihilistas cubanos. ¿Es peligrosa esa marcialidad de Adonis Flores? Por supuesto que sí. Una prueba de ello es su pieza “Lenguaje”, que sirve de portada a Emboscada en Fort Bragg, el mítico libro de Tom Wolfe. Brutal. Pocas veces un artista cubano le ha sacado la lengua a tanta gente.

Obra de Adonis Flores
Obra de Adonis Flores

Adonis Flores (Sancti Spítitus, 1971) abre la Colección G. en su versión española con “Pelotón”. Artista y Arquitecto, graduado en la Universidad Central de Las Villas.

Correo-e: adonismarianela@cubarte.cult.cu

Gilberto Padilla Cárdenas

Director de Colección G.

00 Gilberto Padilla

Ensayista y profesor de Teoría Literaria de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana. Investigador asociado del Centro de Estudios del Caribe de la Casa de las Américas. Actualmente trabaja en el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, a cargo del sello editorial Ediciones Cajachina.

Ha obtenido, entre otros, los siguientes premios: Premio ALBA de ensayo 2011, auspiciado por el Programa de Investigaciones sobre las culturas de América Latina y el Caribe. Premio Internacional de Ensayo Temas 2012, en la modalidad de Estudios sobre arte y literatura. Premio de Investigación Fotográfica 2014, que otorga la Fototeca de Cuba.

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Expediente No. 0010: Orlando Luis Pardo Lazo (La Habana, 1971)

Narrador y fotógrafo.

Licenciado en Bioquímica por la Universidad de La Habana. Fue editor de las revistas digitales independientes CACHARROS (http://revistacacharros.blogspot.com), The Revolution Evening Post (http://jorgealbertoaguiar.blogspot.com/2007/05/revolution-evening-post-e-zine-de.html) y VOCES (http://vocescubanas.com/voces). Es el webmaster del blog de opinión LUNES DE POST-REVOLUCIÓN (http://orlandoluispardolazo.blogspot.com) y del fotoblog BORING HOME UTOPICS (vocescubanas.com/boringhomeutopics).

Tiene publicados los volúmenes de narrativa: Collage karaoke (Letras Cubanas, 2001), Empezar de cero (Extramuros, 2001), Ipatrías (Unicornio, 2005) y Mi nombre es William Saroyan (Abril, 2006) y Boring home (Garamond 2009 & El Nacional 2013). Editó para O/R Books (New York, USA) la antología de la Generación Año Cero Cuba in splinters.

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Expediente No. 0009: Anisley Negrín (Santa Clara, 1981)

Narradora y poeta.

Licenciada en Derecho. Tiene publicados los libros Sueños morados/ Sueños rojos (Sed de Belleza, 2008), Feeling (Premio Félix Pita Rodríguez, Unicornio, 2008), Temporada de patos (Premio Alcorta, Cauce, 2008), Diez cajas de fósforos (Premio David, Ediciones Unión, 2009), Mundo Báthory (Premio Hermanos Loynaz, Ediciones Loynaz, 2011), Todos vamos a ser canonizados (Premio Sed de Belleza, Sed de Belleza, 2013).

Ha obtenido premios como el «Ser en el tiempo» (2009), y la Beca de Creación Prometeo que otorga La Gaceta de Cuba (2013); además de menciones en el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar.

09 Anisley Negrín

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